5. Reflexiones frente a la dinamita
Una de dos: O bien la rubia le había timado, y estaba realmente conchabada con los malos; o bien, el difunto Beauremont tenía relación con esos tipos, antes de que alguien lo enviara al otro barrio de la manera más horrible que cabe imaginar. Sobre lo segundo, tampoco sería ninguna sorpresa. No sería la primera vez que un anticuario se mete en asuntos turbios, ¿no es así? Eso explicaría su final, y daría cierto sentido a toda aquella farsa.
Y al investigador privado Quentin Coward no le vendría mal encontrar algún sentido a todo aquello: no en vano, el temporizador de la dinamita continuaba su inexorable cuenta atrás, y con él bien atado a la silla, poco podía hacer, más que tratar de encontrarle cierto sentido al que parecía su último caso.
Si tan sólo hubiese previsto la mitad de lo que le iba a ocurrir, cuando la rubia entró en su despacho, solicitando sus servicios y contoneando sus largas piernas, no habría aceptado. Tampoco le habría dicho descaradamente que la memoria de su encuentro le iba a ser útil aquella noche (“Vamos, señor Coward, pensaba que ud. era un hombre de acción, no de los que se quedan sólo con el recuerdo”, había dicho ella, sin sonrojarse).
Efectivamente, era un hombre de acción; y cuando ella le encargó encontrar la agenda de citas del finado anticuario Beauremont (a cambio de una abultada suma, que cerraría el pico de sus acreedores), Coward se pateó todos los tugurios donde sabía se mercadeaba contrabando. Habló con el estirado jefe de subastas de Sotheby´s; habló con sus confidentes de la policía y la prensa. Nada, el tipo había muerto horriblemente descuartizado, pero sus asesinos no habían dejado rastro alguno. Y lo que le había dicho el forense, aquella especie de, ¿cómo lo había llamado? ¿Protoplasma? Cubriendo todo el cuerpo del muerto. Aquello lo complicaba aún más.
Las pocas pistas que había conseguido, sin embargo, le llevaron hasta aquel almacén en los muelles; agazapado tras unas enormes cajas que contenían ídolos de Bali y Nueva Guinea (traídos ilegalmente al país, por supuesto), escuchó al jefe de la banda; y reconoció la timbrada voz de la rubia que había contratado sus servicios. El sonido de la maquinaria del puerto, desgraciadamente, no le permitía distinguir todo lo que se hablaba, pero sin duda estaban discutiendo. Luego, uno de los matones le descubrió y le dejaron como estaba.
Escasa media hora (actualmente, menos de quince minutos), antes de que la Dama de la Guadaña visitase a Coward. Cuando fue capturado, el rostro de la rubia era un témpano de hielo, pero el detective ignoraba si era porque le daba igual lo que le terminase pasando a él; o bien porque no quería que los matones viesen que le afectaba de alguna manera. La dinamita cerca de él, pero no lo suficiente como para poder alcanzarla. Sólo un sádico haría algo así (¿El mismo tipo de sádico que descuartizaría a un hombre, sólo por encontrar una agenda de citas? ¿Y qué maldita información vendría en la agenda, que valía más que la vida de un hombre?)
La cuenta atrás llegaba a su final. De haber sido religioso, se habría puesto en paz consigo mismo; Coward, sin embargo, no era de ese tipo, desde luego. Con denodados esfuerzos, consiguió agarrar el cortaplumas de su bolsillo; su ingenio hizo el resto. Con segundos para la detonación, pudo lanzar la dinamita a las contaminadas aguas del puerto, poniéndolos a todos perdidos. Mejor eso que lo otro.
Primero los contrabandistas; luego la rubia. Para Quentin Coward, ahora era personal.
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