jueves, 20 de marzo de 2008

El Ciclo de Baal

En una excursión onírica/pesadillesca que realizó el Coyote hará algún tiempo terminó llegando a las mismas puertas del Inframundo (de uno de ellos, al menos). Según parece, todo era de un color gris ceniza. Asomando el hocico por encima del muro, pudo ver cómo vagaban por allí seres que nunca han existido – al menos en sentido biológico. De manera generalizadora se les ha llamado, simplemente, demonios. Pero esta categoría empequeñecería la variedad de criaturas que por allí pueden encontrarse. De hecho, los demonios comunes parecen ser de los más aburridos del lugar.

Entre otros, el Coyote creyó distinguir polvorientos ángeles caídos, orgullosos en su destierro y con sus hermosas alas de cisne transmutadas en alas de polilla, rotas y ajadas. Para el Coyote resultan un poco repetitivos.

También vio lo que creyó podían ser seres meta-dimensionales, casi desconocidos en la tierra mortal, y que a simple vista parecen un amasijo incoherente de tentáculos, apéndices, zarcillos y otras extremidades orgánicas. De estas criaturas más viejas que el tiempo, se tiene levemente noticia en ajados y olvidados grimorios, y allí se les dan nombres casi impronunciables, tales como Hziulquoigmnzhah, Tsathoggua o Cxacxukluth, entre otros. Contemplar a estas entidades desenvolverse en el espacio cuatri-dimensional ha llevado a la locura a más de uno. De hecho, actualmente, excepto en alguna degradada y endogámica secta casi extinta, los nombres de estas criaturas ya solo resuenan en los pabellones psiquiátricos.

Llamaron sobre todo la atención del Coyote una enorme cantidad de sombras que pululaban por allí, y que de alguna manera encarnaban pesadillas y temores más profundos del ser humano. Tenían formas y aspectos completamente diferentes unos de otros, tantos como miedos puede tener un hombre (de los más antropomórficos, vio payasos, médicos, policías, vagabundos y gitanos, todos experimentados asustaniños). Pero decidió ignorarlos, por su bien, puesto que estos seres se alimentan y ganan fuerza, precisamente prestándoles atención. Por un momento temió encontrarse con el temible Hombre del Saco, o algún otro monstruo de su infancia.

Pero, de entre todas esas criaturas, las que más pena dieron al Coyote fueron los dioses exiliados. Cuando el cristianismo y la filosofía racional se implantaron en la mente de los mortales, una gran cantidad de dioses paganos se vieron arrebatados de sus tronos, y exiliados a las tierras sin sol, que debían compartir con otras extrañas criaturas, las cuales les desdeñaban y no les mostraban ningún respeto. Eso, los dioses que no se vieron asimilados por la figura del Dios Padre – muchos aún lloran la desaparición de Zeus, aunque el Coyote no entiende muy bien porqué.

No pudiendo dejar pasar la oportunidad, el Coyote saltó el muro, y se acercó a uno de aquellos dioses, esperando que le contase su historia. Dio con un joven de aspecto melancólico, y ademanes excesivamente lánguidos, como si hiciese mucho tiempo que no interpretase su papel y le costase trabajo volver a hacerlo. Resultó ser Baal, principal deidad de los fenicios, al menos durante un tiempo. Como dios fue reverenciado en Ugarit, Sidón, Biblos, Arad, y su culto se extendió hasta Qart-Hadašh, y otras ciudades antiguas de nombres igualmente exóticos.

Con la muerte de su último sacerdote, hace milenios, Baal pudo comprobar su inevitable decadencia, frente al Dios Único de los hebreos, y se vio relegado a los infiernos, al país sin retorno. Desde allí sólo era recordado ocasionalmente, para ser denigrado como un demonio al que se ofrecían sacrificios humanos, y poco más. Durante un tiempo, siguió alimentándose de los desvaríos de ciertos de hechiceros y demonólogos medievales, pero aquella época fue oscura, y todo pasó muy rápido. Actualmente sólo era despertado del sopor que le envolvía, en alguna ocasión en que algún erudito lo recordaba, estudiando algún tratado de civilizaciones antiguas. Pero aquel era un exiguo manjar. Los dioses necesitan algún sacrificio u ofrenda, a ser posible sangre fresca. Pero, sobre todas las cosas, los dioses necesitan creyentes.

El Coyote le preguntó sobre su papel ancestral. Durante su época de apogeo, su existencia divinizada se resumía en repetir todos los años sagrados el mismo drama mítico, que los hombres reproducían en sus rituales religiosos. Su propia historia personal coincidía con el ciclo de las estaciones agrícolas anual. Cuando llegaba el verano, y comenzaba el calor estival, en la época de la cosecha, su hermano (o su tío, que ya no se acordaba muy bien) Mot le segaba la vida, expulsándolo al Inframundo, donde pasaba el resto del año. Hasta que su hermana/esposa Anat (o Astarté o Tanit, que tampoco queda muy claro), algunos dicen, mediante el sacrificio multitudinario de bebés al distante dios supremo de los cananeos, El, conseguía resucitar a Baal y sacarlo del Inframundo. Entonces, volviendo Baal de entre los muertos, se unía a su pareja Anat, y con sus actos de amor, generaban fértiles lluvias, inaugurando la primavera un año más.

Los seguidores de Baal repetían esta gesta mediante el sacrificio ritual, acompañada con algún tipo de orgía ritual también, aunque todo esto de los sacrificios parece que se ha exagerado por la propaganda anti-fenicia de los judíos, por un lado, y la anti-cartaginesa de los romanos, por otro. Que sacrificaban niños era seguro, los arqueólogos han encontrado restos de esqueletos infantiles que lo evidencian; aparte, ahí delante tenía el Coyote a Baal para confirmárselo. De hecho, si cuando se acercaba la primavera no se le hacía algún sacrificio, aunque fuese algún animal en sustitución, entonces Baal no podía subir del Inframundo, para repetir el ciclo otro año sagrado más.

Y ocurrió que, con la muerte de su último sacerdote, ese sacrificio dejó de hacerse, y Baal había quedado en el Inframundo, exiliado y desorientado para siempre. Otro había suplantado su papel de muerte y resurrección anual en primavera, aunque lo que más confundido tenía a Baal era que, en este caso, se habían invertido los papeles: el dios se había sacrificado por los hombres, y no al revés...

Parecía que Baal iba entonces a contar algo que tenía mucha importancia, cuando el despertador llamó al Coyote, para que atendiese sus asuntos al otro lado de la vigilia.


PostData: El Inframundo anteriormente señalado no se corresponde con el infierno cristiano donde van las almas de los pecadores. Si van a algún lado las almas de los difuntos, después de su muerte, eso sólo lo saben ellos. A este Inframundo se puede acceder desde el sótano de la mente, aunque es poco aconsejable porque puede despertar potencias que se encuentran profundamente dormidas, enterradas en nuestro subconsciente, y pocas psiques salen indemnes y con la cordura intacta. El Coyote y los malabarismos que hace con su cordura, eso es otro cantar. Así es él, le encanta estar en la cuerda floja.

domingo, 16 de marzo de 2008

Recordando los Últimos Días


Para contrarrestar el fervor religioso que exudan las calles de la ciudad en esta, la semana más santa del año, le ha venido al Coyote el recuerdo de la herejía conocida como el Espíritu Libre.

Como movimiento popular cuasi-revolucionario, tuvo sus inicios allá por el siglo XIII, y la sombra de su amenaza alcanzó los salones de los más poderosos. Por supuesto, hubo precedentes, que habría que remontar hasta la moda apocalíptica judía alrededor del año 0 y más atrás; moda que desarrollaba ampliamente la idea de la Segunda Venida (del Mesías, claro); bueno, los apocalipsis judíos hablaban de la Primera Venida, por supuesto, lo de la segunda era cosa de los cristianos. Como ya se sabe, en el Apocalipsis se explota la idea de que, en algún momento, la comunidad cristiana se verá reducida y reprimida por una poderosa nación (asimilada sucesivamente a persas, egipcios, griegos y romanos sucesivamente, a saber todos ellos imperios gentiles/paganos, que sometieron al pueblo judío; los cristianos tendrían sus propios perseguidores). Esta poderosa nación, cuya garra se aferrará al globo terráqueo completo, será profundamente antirreligiosa, y perseguirá a los últimos cristianos. Por supuesto, su líder será el mismísimo Anticristo. Al momento de la Segunda Venida, habrá una formidable batalla cósmica, de la que sólo sobrevivirán unos pocos privilegiados, los auténticos cristianos, conocido como el Imperio de los Últimos Días o Reino de los Justos.

Sin embargo, con la esperanza de esta Segunda Venida, obra una transformación del mismo concepto del tiempo. Con el cristianismo, la concepción del tiempo pasa de cíclico a ser lineal. Anterior al cristianismo (digamos, también, al judaísmo) el calendario sagrado anual se establecía en función a los ciclos agrícolas, el mensual según los ciclos lunares, etc. Todos los años eran una repetición de los actos míticos que realizaron los dioses, y los hombres los repiten a su vez en rituales religiosos – al Coyote siempre le ha parecido una fantástica celebración de la vida la fiesta religiosa sumeria anual de la Hierogamía Sagrada, en la que el rey era llevado en procesión hasta el templo de Ishtar, donde consumaba con la sacerdotisa cierto encuentro ritual, que era festejado con una fiesta popular bien regada con vino.

Pero eso era antaño (cuando aún no se habían vuelto locas las estaciones). Todo eso cambió con la histórica implantación del cristianismo. El esquema de la progresión temporal según el cristianismo sería de la siguiente forma:

Creación (Alfa) ----> Paraíso Terrenal/expulsión ----> Primera Venida ----> Imperio del Anticristo ----> Nuevo Paraíso Terrenal o Reino de los justos (Segunda Venida) ----> Apocalipsis (Omega)

Al parecer, los cristianos primitivos se la pasaron esperando que Cristo volviera. Por lo visto, hay una parte del Evangelio donde se pone en boca de Jesús que el Reino de los Justos llegaría antes de que algunos de los que lo estaban escuchando muriesen (y, una de dos, o quien puso eso en boca de Jesús se equivocó, o bien es que entre el auditorio del Mesías estaba el Judío errante...) Como decíamos, eso provocó en los primeros cristianos que su concepción del tiempo, en lugar de centrase en el aquí y el ahora – esto es, en la única vida que iban a tener -, estuviesen pendientes de un hipotético futuro en el que, como en el Paraíso Terrenal, todos los males de la tierra fuesen desterrados.

Y entre estos males encontramos la propiedad privada, por supuesto.

Esta manera de entender el tiempo como una sucesión lineal de fases es característica de occidente. Con el transcurrir de los siglos, se eliminó el trasfondo de salvación religiosa, quedando sólo el apartado de salvación social. Qué decir si no de la línea temporal progresiva del marxismo: Comunismo primitivo – Estado paternal – Revolución y desaparición del Estado – Nuevo Comunismo. No es de extrañar, pues, que herejías como la del Libre Espíritu, que preconizaban que la propiedad privada era un pecado contra la naturaleza, que la jerarquía eclesiástica estaba a partir un piñón con Satán, y estaba dirigida por el Anticristo en la figura del papa, fuesen acogida por la masa de los más desfavorecidos de la sociedad medieval.

Pero esta manera de “teología de la historia” la llevó hasta su extremo un alucinado monje italiano del siglo XII, Joaquín de Fiori, el cual escribió, en la soledad de su celda calabresa, unas profecías bastante inspiradas. En ellas afirmaba que la historia se dividía en tres edades bien diferenciadas, cada una dirigida por una de las personas de la Trinidad. Según fray Joaquín de Fiori, la primera época era la del Padre o la Ley, la época en que Dios estaba pendiente de los creyentes y encima de ellos; luego le seguía la época del Hijo o el Evangelio, y finalmente, la tercera y definitiva, la edad del Espíritu Santo. La primera edad era de sumisión a la figura de autoridad, la segunda de obediencia filial, y la tercera sería el momento en que todos los hombres se librarían del yugo del dolor y el sufrimiento, y todos serían santos, puesto que el Espíritu se encarnaría en cada uno de los hombres. Según sus cálculos, esa época estaba pronta a cumplirse en el momento en que él escribía.

Por supuesto, todas estas fantasías de salvación colectiva estaban muy bien durante la época de persecución de los cristianos, era una creencia que les ayudaba a seguir adelante. Pero bien entrada la Edad Media, cuando la Iglesia ya se encontraba con sus bases de poder bien asentadas, codo con codo con emperadores, reyes y duques, no le convenía a esta que esas creencias se diseminasen por el populacho.

Toda expresión de liberación popular era cruelmente aplastada; físicamente por las fuerzas del Imperio, e ideológicamente, por los teólogos de la Iglesia. La ortodoxia salvó la espinosa cuestión de la Venida del Reino, afirmando que éste se haría efectivo en el interior de cada cristiano, y no de forma literal sobre este mundo. Al interiorizar e individualizar ese proceso de salvación (o auto-superación), estos astutos teólogos cortaron cualquier posibilidad de rebelión y puesta en duda del estátus.

Aquellos pobres siervos, mendigos, parias y leprosos no podían ni sospechar que otros mundos son posibles.



viernes, 7 de marzo de 2008

Exquisitos Carceleros: René Descartes (y II)

Como decíamos, al Coyote no le cae bien Descartes.

Bueno, en realidad no es que le caiga mal, más bien le parece un personaje triste y un poco cobarde. Ya le vale, al Descartes: el tipo murió porque pilló una neumonía, cuando fue invitado por la reina de Suecia para que ejerciese de su preceptor; y, por lo visto, todo ello agravado con que la Cristina de Suecia le obligaba a madrugar diariamente (que era cuando a ella le gustaba dar largos paseos, al amanecer reflexionando sobre lo humano y lo divino, de esos paseos que llaman peripatéticos). De manera que el amigo Descartes, acostumbrado al parecer a despertarse bien entrada la mañana, y aún se quedaba unas horas allí tirado, meditando sobre abstrusos constructos metafísicos y enrevesadas geometrías, cuando tuvo que empezar a levantarse con los maitines, aquello le sentó como un tiro.

Se conoce (según el viejo Coyote) que esta costumbre de estar hasta las tantas de la mañana tirado en el camastro debía venirle de su época en que se juntaba y, es de suponer, trasnochaba, con el círculo libertino, también conocidos como los "pirrónicos" (estos libertinos, por cierto, también tienen su participación estelar en la somnífera novela de Umberto Eco, "La isla del día de antes").

Estos pirrónicos debían ser algo así como una mezcla entre Cyrano de Bergerac y Porthos: espadachines y eruditos, mujeriegos y polemistas. Se les conocía como "pirrónicos" porque se declaraban seguidores de la doctrina escéptica. Con tremenda frivolidad, en tugurios de mala muerte a altas horas de la noche, rodeados de prostitutas, tahures y truhanes, rebatían toda teoría que se les presentase - y no sólo filosóficas, provenientes o no de la caduca escolástica. Se atrevían, al parecer, incluso con la teología y la religión, y de hecho el Coyote es de la opinión de que a estos cualquier enfrentamiento dialéctico que se les presentase era recibido como si fuera un duelo esgrimista.

Y cuando decíamos que eran una mezcla de Cyrano y Porthos no era por nada. Entre los libertinos podíamos encontrar nobles, hidalgos (muchos de ellos de carrera militar), e incluso clérigos de moral más bien laxa, o permisiva. Podemos citar entre otros al padre Mersenne y al padre Gassendi. Como decíamos, Descartes frecuentó estos ambientes y casi da la impresión de que ese comienzo metódico de la duda es un tributo a estos espadachines escépticos, que celebraban la imposibilidad del conocimiento, y del papel del hombre, semejante al de una mosca en el devenir del universo, brindando con vino de Borgoña y demás.

Es de suponer, o al menos eso supone el viejo Coyote, que al papanatas cartesiano debían ponerle sumamente nervioso aquellas conversaciones, y de hecho casi puede verse aquí el motivo por el cual comienza sus meditaciones con esa famosa duda metódica, a modo de reacción (las personas de mentalidad ordenada no aceptan la nada, temen el vacío con un horror abismático; ése es su mayor error). Comienza con la base aceptada de sus correligionarios libertinos, esto es, que toda percepción de la realidad, en cuanto tal, es susceptible de ser puesta en duda. Comienza, pues, desvalidando cualquier conocimiento anterior y, según Descartes, “comenzando de cero”. En cambio, sí que reconoce la validez de la Razón como rasero con el cual discriminar conocimientos verdaderos de conocimientos falsos, sueños y demás. Y aquí es donde empieza a meter cada vez más y más la pata, según la humilde opinión de quien esto escribe.

Teniendo, pues, a esa Razón como frío escalpelo con que desollar a la realidad (y, sobre todo, a los mundos que la componen), Descartes separa la realidad en dos mundos total y aparentemente inconciliables: el pensamiento y la materia. Como decíamos, el hombre es un “ser pensante” (lo que podría traducirse, en términos religiosos, como alma, aunque sería más cercano al concepto de psique), y al mismo tiempo es un “ser material” (esto es, cuerpo). Sin embargo, la base de la existencia de este hombre, según Descartes, no se funda en su corporalidad, sino en su pensamiento, en el hecho de que piensa. Y ahí yerra el bueno de René, porque el ser humano, principalmente, es cuerpo (con todo lo que conlleva, incluyendo la manipulación de nuestro organismo y de sus endorfinas, que nos empuja a uno u otro estado de ánimo, sin que siquiera nos percatemos). Y no sólo eso, sino sobre todo estamos fundamentalmente determinados por nuestro ser corpóreo, y esta determinación incluye al pensamiento y a nuestra manera de comprender el mundo que nos rodea. Pero con Descartes no, según él, nuestro cuerpo es algo totalmente accesorio y desdeñable, hasta el punto de que crea la imagen del hombre como un autómata conducido por un ángel.

La objeción principal que puede hacerse (y que se ha hecho) está en el punto de conexión entre pensamiento y materia. Porque, claro, si lo material sólo puede ser puesto en movimiento por alguna otra cosa material, ¿cómo puede el pensamiento ordenar al cuerpo que se mueva? Las respuestas que a este respecto se han dado han sido variopintas, a lo largo de la evolución del pensamiento racionalista. Descartes primero metió a Dios, que garantizaba la coordinación entre ambas esferas de realidad; más tarde habló de la estupenda “glándula pineal”, que es un órgano que también sirve para detectar las auras, y se encuentra a la altura del chakra Sahasrara, más o menos. El padre Malebranche, en su Recherché de la Verité, radicaliza las posturas de Descartes, negando cualquier interacción entre ambos mundos, que sólo caminan coordinados porque Dios (en su infinita y omnisciente sabiduría) da la ocasión para que acontezca la coincidencia. Como se comprenderá, esta posición deja al hombre poco o ningún lugar para la libertad de elección.

Leibniz, el mayor adalid de la Razón de su época – rivalizando incluso con Newton – lanzó su teoría de la “armonía preestablecida”, según la cual, desde el Principio, Dios lo había establecido Todo, para que pensamiento y materia marchasen sincronizados y en armonía. Lo cual llevó al muy capullo a afirmar que éste debía ser “el mejor de los mundos posibles”. Se conoce que el tipo no debía pasar mucho frío por las noches, y seguramente terminaba el día con la panza llena, y bien pagado de sí mismo.

Pero volviendo a Descartes; después de soltar tamaños dislates, provocados por un exceso de sentido común, el bueno de René se pone a desglosar una serie de conocimientos que, al parecer, todos llevamos inscritos o implantados desde antes incluso de nacer. Estos conocimientos innatos pueden ser refrendados por la Razón y su depurativo rasero. Tienen la categoría de universales y eternos; entre ellos encontramos, por supuesto, las matemáticas y la geometría (euclidiana, claro); también, entre otros conocimientos innatos, según René, se encuentra implantada en nuestra memoria regresiva la “idea de Dios”.

Obviamente, Descartes tuvo que ceder, y no poco, al paradigma que le tocó vivir; de ahí que el viejo Coyote lo vea como un cobarde en toda regla, pero en fin. Desechemos, entonces, de componentes accesorios a su teoría, y tratemos de visualizar la imagen del mundo que queda entonces: El mundo encerrado en una enorme cárcel de ecuaciones y gráficos, de figuras geométricas inscritas dentro de otras figuras geométricas; ésa debe ser la única Verdad, la matemática y la geometría rigen nuestra realidad, y la reducen a números y proporciones. Son eternas y universales, sobrevivirán al hombre (otro engranaje más del Reloj universal).


PostData: El viejo Coyote insistía en que ahí fuera había un extraño limbo, sospechosamente supralunar, donde las estrellas y los planetas son como esferas, y su movimiento es descrito por órbitas perfectamente calculadas. Al parecer, flotan dispersas por allí ecuaciones, números complejos, ideas matemáticas y árboles semánticos de segundo orden. Siempre según el Coyote, algunos científicos realmente nunca mueren, sino que “ascienden” a ese extraño plano conceptual, donde su ego se termina asimilando a alguna de esas ideas matemáticas. En el fondo, eso de la contraposición cuerpo/alma, o materia/pensamiento, es el resultado de una típica actitud occidental economicista y reduccionista (los antiguos egipcios tenían la creencia en dos o tres almas distintas; la cosmología budista tiene diez cielos y otros tantos infiernos, uno para cada estado del alma, lo cual lo hace todo más interesante, y mucho más divertido).


PostPostData: Hay veces en que se agradece que el viejo Coyote sea en realidad un tipo taciturno y disgregado. Ignoramos qué sería del mundo si fuese coherente, ordenado y coherente.