martes, 24 de febrero de 2009

La Matanza de la Judería de Sevilla (1391), y Parte Tercera

Resumen de los hechos

Se narra de forma tradicional, y esto nadie lo discute, que desde algunos años atrás al que tratamos, andaba por Sevilla un tal don Fernando Martinez, o Ferrán Martinez, elijan ustedes, con el cargo de Arcediano de la ciudad de Écija. Arcediano, por si se lo están preguntando, es un cargo eclesiástico equivalente al de archidiácono de la catedral. En todo caso, nos preguntamos, si este Ferrán Martinez tenía tal puesto en la catedral de Écija, a qué alejarse de su diaconía e ir a la ciudad de Sevilla a importunar con sus sermones.

Pues, según se cuenta, fueron sus incendiarios sermones los que inflamaron los resentimientos hacia la comunidad judía de la aljama sevillana, y que llevaron a tan dramáticas consecuencias. Este Arcediano no perdía ocasión en acusar a los judíos de todo mal que acosase a los buenos cristianos, desde el púlpito eclesial donde impartía sus lecciones morales y religiosas. Ya algunos años antes, en 1388, el Cabildo catedralicio había enviado cartas al rey, advirtiéndole de las duras predicaciones antisemitas de este tipo. El rey, que a la sazón era don Juan I de Trastamara, contestó asegurando que se estudiaría la cuestión:

"ca aunque su zelo es santo é bueno, débese mirar que con sus sermones é pláticas non conmueva el pueblo contra los judíos, ca aunque son malos é perversos, están bajo mi amparo real é poderío."

Y este amparo o protección regia, según recuerda el viejo Coyote, venía siendo así desde, al menos, el reinado de Fernando III, el Santo; observaremos, sin embargo, que llegado el momento de la verdad, esta protección regia se mostraría con mucho insuficiente. Puesto que los malhadados sermones del Arcediano de Écija, finalmente, empujaron a la plebe a enfocar todas sus frustaciones contra los judíos de la aljama, creyéndolos culpables de todo cuanto les había pasado de malo en sus cortas y duras vidas de plebeyos.

Pronto pasarían a las acciones: durante la primavera del año 1391, se ocasionaron alborotos en la judería, donde muchas casas, puestos y tiendas fueron arrasados y saqueados. Si bien los judíos en aquella ocasión fueron hostigados y maltratados, la furia del vulgo sólo se proyectó sobre sus posesiones materiales, saliendo sus personas físicas más o menos indemnes. Esta vez, sin embargo, el alguacil mayor de la ciudad, don Álvaro Pérez de Guzmán, y sus fuerzas pudieron reprimir aquel saqueo, y no sólo eso, sino que la justicia se llevó por delante al menos a dos de aquellos alborotadores.

Como castigo ejemplar, se decidió dar pena pública de azotes a los antedichos presos. Esto ocurrió, según se narra, el día 15 de marzo, Miércoles de Ceniza, para más señas. El pueblo, sin embargo, irritado porque se castigaba a los que, según su versión de los hechos, eran víctimas, mientras que los judíos salían indemnes, se opuso a aquel correctivo. Se dio lugar a otro alboroto, en el que esta vez los objetivos eran el mismo alguacil mayor, así como el conde de Niebla y los alcaldes de la ciudad. Poco faltó para que no fuesen apedreados allí mismo, y hubieron de refugiarse de la enfurecida masa, sin más remedio que dejar libres a los prendidos. Se dice que aquel día hubo otro asalto a posesiones judías, e incluso algún asesinato, pero que fue rápidamente sofocado por los justicias del rey.

Según se dice, por aquel tiempo, ocurrían en Sevilla ocasionales peleas callejeras entre los hombres del conde de Niebla y los de don Pedro Ponce de León, y la frecuencia con que se daban, sin que mediase mano de justicia para impedirlo, tenían a todo el mundo excitado y con los ánimos bien violentos.

Por ello, el Arcediano de Écija, que debía ser un elocuente orador, continuaba impunemente con sus prédicas, que alimentaban el odio hacia los judíos, hasta que el día 6 de junio la rabia y frustración de un pueblo empobrecido y agitado, no pudo ser contenida por más tiempo. Si bien en anteriores asaltos a la judería el populacho portaba palos y piedras, en aquella ocasión iban armados de tridentes, cuchillos y otras armas filosas, dispuestos a todo. Aquello tomó desprevenida a la comunidad judía, y la posibilidad de escapar fue cortada, puesto que la masa enfervorecida entró a saco por las dos únicas puertas de la aljama.

Esta vez, sin embargo, los asaltantes no se contentaron con destruir los establecimientos judíos y saquear sus posesiones. De forma sistemática, todo judío atrapado era linchado y apaleado, y finalmente pasado a cuchillo. Se dice que, de aquella matanza, ni tan siquiera se salvaron mujeres y niños, degollados todos sin rastro de compasión cristiana, por parte de sus verdugos. Quien haya caminado por el barrio de Santa Cruz, o por barrios de similar distribución en otras ciudades, habrá notado su disposición laberíntica, de estrechas callejuelas, pasajes y callejones sin salida. Con esta morfología urbana, poco o nada podía hacerse para escapar de la desgracia, convertida la aljama en trampa mortal para sus moradores. No quedó, pues, lugar en la judería aquel aciago día donde poder esconderse del furor vengativo: las gentes eran sacadas a rastras de sus hogares, ni tan siquiera las sinagogas fueron respetadas. La sangre de inocentes anegaba los regatillos, las oraciones, las súplicas y los chillidos se mezclaban por igual. Aquella matanza duró toda la jornada.

Cuando tan terrible noticia llegó a oidos de don Álvaro Pérez de Guzmán, como se ha dicho, alguacil mayor del rey en Sevilla, levantó a todos sus hombres en armas, para defender a los indefensos judíos. Superados, sin embargo, en número, se tuvo que solicitar el concurso de las fuerzas personales de algunos nobles sevillanos, como el citado conde de Niebla. Pese a todo, se demostró que la furia del pueblo era incontenible, y los hombres del rey poco pudieron hacer para sosegar los ánimos. Es de suponer que, ante tal caos, hubiera poca o ninguna comunicación de los superiores con sus soldados, de manera que se puede casi imaginar a unos oficiales dando órdenes que, o llegaban tarde, o contradecían anteriores mandatos. Incluso cabe que, algunos de estos soldados y superiores, estuviesen más que de acuerdo con lo que estaba aconteciendo, y no hiciesen mucho por evitarlo. Para ser justos, el esfuerzo del Alguacil Mayor por defender la aljama siempre ha parecido sincero, en todas las versiones consultadas. También en todas las versiones se defiende que impedir la masacre era tarea que le superaba.

Cuando, al final del día, los ánimos se fueron calmando, la práctica totalidad de la judería, contadas las excepciones, había sido diezmada. Algunas familias se libraron, pues ya habían abandonado la ciudad, con ocasión de los anteriores tumultos de aquel año; otros, que no fueron hallados en sus escondrijos, igualmente se libraron del exterminio (pero, de estos, fueron los menos). Respecto a la cifra del total de muertos, casi todas las fuentes coinciden que eran en número, al menos, de cuatro mil, o más. No era metafórica, pues, la afirmación de que la sangre anegó los regatos de las callejuelas de la judería. Sin embargo, esto contradice otra afirmación, que asegura que, en momentos de mayor florecimiento (el mismo siglo XIV en que aconteció la matanza), la aljama sevillana no contaba con más de dos mil habitantes. Para explicar esta aparente contradicción, al Coyote se le han ocurrido un par de hipótesis; una, que la cifra dada, de dos mil habitantes, sea aproximativa, en función del número de familias que se supone habitaban en la judería (un máximo de cuatrocientas, se asegura); o bien, que no estuviesen censados realmente todos los miembros de la comunidad, y que este censo real – el de la cifra de cuatro mil – sólo fuera llevado a cabo post mortem. Por supuesto, también cabe aquí la exageración para realzar lo trágico de todo aquello (en el fondo, son los terribles actos los que no deben caer en el olvido, y no el número de veces cometido: con una sola víctima, hubiera sido suficiente para mostrar lo equívoco de esta actitud).

En cualquier caso, la mayoría de autores coinciden en que, cuando los Reyes Católicos, un siglo más tarde, llevaron a cabo la expulsión oficial de los judíos del reino, Sevilla fue una de las ciudades donde menos se notó esto. Puesto que hacía ya cien años que los judíos supervivientes a la carnicería de 1391, o bien habían abandonado tan desagradecida ciudad, o bien optaron por convertirse al cristianismo – no hay mejor manera de conseguir conversos. De hecho, se asegura que la judería, después de los tristes acontecimientos, había quedado en una desolación, abandonada por sus anteriores ocupantes. De las sinagogas, las que no fueron derruídas para construir algún palacio nobiliario, u otros edificios, se transformaron en iglesias católicas, no quedando hoy día rastro alguno de éstas. Quedó sin embargo, una de ellas en uso para los pocos judíos que quedaron en la ciudad, hasta su definitiva expulsión. Con el tiempo, los cementerios hebreos terminaron convertidos en huertos, y construidos sobre ellos arrabales como el de San Bernardo.

Sobre el destino de Fernado Martinez, Arcediano de Écija, se dice que permaneció durante algunos años sin ser amonestado, por su tremenda imprudencia. Esto estuvo motivado por la prematura muerte del rey don Juan I, de una tonta caída del caballo, un año antes de los terribles sucesos; siendo, pues, su sucesor Enrique III de Castilla, llamado el Doliente, menor de edad durante aquella época, la Regencia que le sustituía en el gobierno se mostró tibia y dudosa ante cómo reaccionar frente a aquello, socavada su autoridad por nobles poderosos en todo el reino. Sin embargo, el Doliente, siendo ya monarca de Castilla, no habría de olvidar la afrenta, y con ocasión de una visita en 1395 a la ciudad de Sevilla, ordenó prender al Arcediano. Con ello fue encarcelado, no se precisa por cuanto tiempo, ni si el castigo correspondió al crimen.

PostData

Habiendo finalizado estas humildes letras, sólo nos queda el rogar al siempre paciente y comprensivo lector que sepa perdonar nuestras faltas por omisión, imprecisión o distorsión. Pues, como se ha dicho en otras ocasiones, no es nuestra vocación la coherencia, ni el sistematismo; otras mentes preclaras han venido y vendrán, con capacidad suficiente para discernir lo histórico y verídico, de lo legendario y falaz. Si no es ése intento vano y utópico, al menos no será por no haberlo intentarlo, que la memoria no puede ni debe quedar enterrada por intereses temporales.

domingo, 22 de febrero de 2009

La Matanza de la Judería de Sevilla (1391), Parte Segunda

Algunas causas

Si bien es cierto que, como hemos adelantado, algunos judíos (en calidad de médicos, de banqueros y de recaudadores) se movían por altas esferas, entre reyes y nobles, y por lo tanto eran tenidos en cierta estima por éstos, no ocurre así cuando descendemos en los escalafones de la sociedad medieval. El populacho, por lo general pobres como ratas, sin embargo, no tenía en buena consideración a los descendientes de Abraham; y no sería de extrañar. Desde casi sus origenes, la Iglesia de Roma había emitido edictos y bulas, donde se potenciaba la segregación entre cristianos y judíos. Y estas consideraciones eran, además, por lo general refrendadas por los reyes, en mayor o menor medida. Sería casi una ironía cruel: lo que ordenaban para su pueblo, los reyes no lo aplicaban para sí mismos.

Ejemplos los hay cuantos quieran: al margen del tributo de los 30 dineros, anteriormente citado, los jerarcas de la Iglesia condenaban con la excomunión a todo cristiano que se casase con un judío; prohibían el que pudieran compartir mesa; inclusive, se establecían penas y multas por permitir que un judío bendijese las cosechas, y sus frutos (es de suponer, para no atraer hacia esas mismas cosechas, las maldiciones de otros). Pero uno de los más llamativos edictos que se promulgaron, a favor de la segregación, fue el que se dispuso en el Concilio Lateranense, siendo papa Gregorio IX, y que en Castilla fue plasmado en los Ordenamientos Reales; y no es otro que la orden de que los judíos llevasen un paño rojo o brazalete en el hombro derecho, para poder ser distinguidos, y evitar las rebujinas de judíos con cristianos. Extraemos parte de estos Ordenamientos:

"E si algún judío non levare aquella señal, mandamos que peche por cada vegada que fuese fallado sin ella 10 maravedís de oro, é si non obiere de que los pechar, resciba 10 azotes públicamente por ella."

Súmese a esta señal que los apuntaba como distintos, el que fuesen invitados a habitar aparte, en su propia aljama (que no sabemos si podría llamársele con propiedad ghetto); y no sólo eso, pues siempre se ha dicho que resultaba en mala fama para los judíos el realizar sus prácticas religiosas en un idioma desconocido para el resto de la población. No se limitaría el uso del hebreo a sus prácticas religiosas; también despertaban sospechas y recelos cuando dos judíos (o dos mudéjares, que para este caso ocurría tal que lo mismo) querían tener una conversación privada, delante de algún gentil, y hablaban en hebreo. Nada de esto, según se ha dicho en ocasiones, ayudaba a la convivencia pacífica, en las ciudades medievales.

Luego estaba el rencor motivado por causas económicas; también se ha convertido ya en un tópico afirmar que el populacho guardaba mala inquina para con los judíos, por la evidente diferencia económica que los distanciaba; pues mientras ellos eran pobres como ratas, sin embargo, podían comprobar a diario la ostentación de bienes y riquezas de los judíos, dadas sus labores de recaudación de impuestos, mercadeo y, sobre todo, lo que se refiere a préstamos y usura. Sin embargo, para el Coyote, esa justificación económica de las masacres medievales hacia los judíos, suena a conveniente explicación a posteriori. Una excusa historicista, para calmar la conciencia del tolerante europeo contemporáneo. De hecho, no recuerda el Coyote exactamente dónde lo ha leído, pero según parece la usura se consideraba pecado capital, dentro del cristianismo medieval, extendiéndose esto a todas las labores que conllevasen el acumulamiento de riquezas y el uso y manejo del dinero. Sin embargo, la religión mosaica no hace ninguna prescripción en contra de estas prácticas, de modo que los judíos, si nos ponemos, se limitaron a ocupar un vacío en la sociedad que era necesario colmar. No era cosa de permitir que los nobles administraran las rentas estatales, pues su preparación iba encaminada en otra dirección: ya se sabe, guardianes del rebaño, de la fe, y de las fronteras.

Además, no es cierto que la comunidad judía se dedicase exclusivamente a trabajos relacionados con el dinero. Es de sobra conocida la fama de excelentes médicos y boticarios, que se encontraba entre los judíos (y a quienes recurrían los grandes señores, pese a sus escrúpulos). En Sevilla, por ejemplo, los judíos tuvieron oficios tales como sastre, tejedor, platero, sedero, orfebre, y otros tipos de artesanía. Mucha hipérbole tuvieron que hacer, para generalizar de esa manera, los que arrasaron con toda la judería de Sevilla.

Pero eso no es todo, en cuanto a la mala fama que ha ido envolviendo a los judíos a lo largo de la historia; nos dejamos las causas que, en cierto sentido, pueden considerarse las más relevantes: esto es, las religiosas. La causa económica del odio hacia los judíos sería la explicación material; la causa religiosa, la explicación ideológica. No vamos a señalar el obvio resentimiento que guardan los cristianos, por el hecho bíblico de que fue el Sanedrín de Jerusalen quien condenó a Jesus a su tormento y crucifixión. Que, andando los siglos, se convirtió en el tristemente famoso e injusto tópico de que "los judíos mataron al Señor". Esto, unido al hecho de que para el vulgo, inculto y supersticioso, la propia religión hebrea era secretista y misteriosa, llevó a elaborar numerosas y oscuras leyendas. Los célebres secuestros de niños, tomados por los judíos para hacer burla de la crucifixión de Jesús, torturarlo y finalmente asesinarlo; la creencia de que, entre sus rituales, se dijera que tomaban la sangre de estos niños, para beberla – cosa de la que, por cierto, habían sido acusados igual de injustamente los cristianos, en la época de sus persecuciones –; y, para más Inri, el que muchos de estos malvados y blasfemos actos eran realizados nada menos que el Viernes Santo, día más relevante para católicos en todo el mundo. No parece que la Iglesia se preocupase en ocultar dichas supersticiones, sino que, al contrario, en muchos casos incluso las exacerbaban en sus sermones, llenándolas de detalles desagradables y que alimentaban el resentimiento de sus parroquianos.

Fantasiosa recreación del "asesinato ritual" judío,
con el que aún siguen siendo difamados
por los que carecen de materia gris

Estas y otras supersticiones llegaron tan lejos, que el propio Alfonso X dedicó algún espacio en sus Partidas, para prohibir y penar estos actos, creyéndolos como ciertos. Igualmente prohibía a los judíos, bajo pena de muerte, hacer proselitismo público de su religión, difamando la ley cristiana, y poniendo por encima la ley mosáica. Y eso que Alfonso X destacaba por su especial tolerancia y protección hacia el pueblo judío.

Concluirá en la próxima entrega

viernes, 20 de febrero de 2009

La Matanza de la Judería de Sevilla (1391), Parte Primera

Intro
Acompañan al viejo Coyote, en esta ocasión, los datos contenidos en las siguientes obras: “Historia de Sevilla: La Ciudad Medieval (1248-1492)” Ediciones de la Universidad de Sevilla, de Miguel Ángel Ladero Quesada; “Historia de Sevilla”, Plaza-Janes, de José María de Mena; y, finalmente, un libro citado en anteriores entradas, “Relación Histórica de la Judería de Sevilla...”, de José María Montero de Espinosa, y editado en facsímil por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces.
Dado que nos percatamos de que las tres, que obraban en nuestro poder, trataban la misma cuestión, en algún momento, nos pareció util, o al menos entretenido, poner unas frente a otras, por ver cómo un mismo suceso histórico puede ser contemplado desde perspectivas distintas, según quién lo cuente. Y no sólo eso, sobre todo, descubrir cómo una misma realidad histórica, según la fuente consultada, distorsiona (por error u omisión) la antedicha realidad: la historia, tal como nos llega a cada uno, lo hace en diferentes momentos, y nuestra conciencia se apropia de ella de una u otra forma. Como hemos dicho en anteriores entradas, el viejo Coyote sabe de algunos cuya conciencia histórica no va más atrás de los años sesenta; otros, poco más atrás que su propio pasado individual. Pero, volviendo a la cuestión; si en inicio la historia podía ser considerada como la narración de los hechos de nuestros antepasados (sobre todo de sus líderes), es obvio que esa narración que pasa de generación en generación ha de distorsionarse forzosamente. Los hombres, en cada época, cuentan su pasado de una forma distinta, y al final ocurre un poco como en ese juego infantil, el de los mensajes al oído, o el telefóno, o como se llamara, que lo que susurra al oído el primer niño al siguiente en la cadena, llega al último niño completamente cambiado y, casi, irreconocible.
Precedentes
Según parece, la comunidad judía en la ciudad de Sevilla no es anterior a la reconquista de ésta por Fernando III de Castilla, llamado el Santo. Pese a todo, es posible que alguna familia suelta de judíos hubiese habitado con anterioridad la ciudad. Y no sólo por la reconocida tolerancia que antaño mostraban los musulmanes en sus reinos, con los hijos de Israel (primos de éstos, pues de los árabes en concreto se les conoce como hijos de Ismael, el cual se dice en la Biblia que era hermano mayor del primero). Se ha establecido la hipótesis de que la Tarsis que se cita en algunos libros del Antiguo Testamento, y con la que mercadeaba el pueblo de Israel, no es otra que la conocida Tartessos, del sur de la península. No obstante, los primeros datos históricos que testimonian presencia judía en la piel de toro son de época romana, y de ahí en adelante ya se les menciona en numerosos textos, como parte perteneciente de los distintos pueblos donde daban en habitar, tanto cristianos, como musulmanes.
Sin embargo, la llegada almoravide y almohade, del norte de áfrica, supondría un duro golpe para los judíos de Al-Andalus, que habían florecido en los anteriores reinos de taifas, destacando casi siempre en profesiones liberales, y distinguidos por los moros como pertenecientes a uno de los “pueblos del Libro”. La intolerancia religiosa de las tribus norteafricanas, bastante fanáticas en cuanto a su seguimiento del Islam, según se afirma, pondría en serio apuro a los judíos, muchos de los cuales (una vez más) hubieron de buscar otras tierras que quisieran acogerlos.
Muchos emigraron a los reinos cristianos del norte de la península, formando algunos de ellos incluso parte activa en asuntos de Estado. Miembros del pueblo elegido tomaron puestos de contadores del tesoro real y recaudadores de impuestos, teniendo cargos cercanos a la realeza y las clases privilegiadas. Gracias a esto, la comunidad judía en general disfrutaba de ciertas concesiones (como también había tenido en anteriores reinos andalusíes). A saber, libertad de culto, derecho de propiedad, e incluso la cesión de cierta autonomía jurídica, para resolver asuntos propios de su comunidad; a cambio, por supuesto, debían hacer pago de un tributo real especial, cobrado por los almojarifes, de familias judías ellos también. Este tributo se estableció en tres maravedís de a 10 dineros, lo que hacen 30 dineros.
Como dijimos al principio, con la llegada de Fernando III a Sevilla en 1248, entraron en ella algunas familias judías (entre otros orígenes, de familias toledanas, que generaciones antes habían salido de allí mismo), que participaron del Repartimiento de los terrenos a la par que el resto de fuerzas vivas de los castellanos. Se les concedió, pues, una collación donde se formaría la aljama o judería, que pasaría andando los años en la más próspera y multitudinaria, después de la de Toledo. Por lo general, se señala el turístico barrio de Santa Cruz, junto al palacio de los Alcazares, como la antigua judería (que conserva la memoria incluso con el nombre de una calle, el Callejón de la Judería); también se dice que las parroquias de Santa Cruz y Santa María la Blanca (citada en un caso como de las Nieves), fueron algunas de las sinagogas que tenían los judíos para realizar su culto. Entre otras, que ahora son o fueron iglesias católicas, se encontraba también una sinagoga en la parroquia de San Bartolomé – de ésta, y de las dos anteriores mencionadas, se dice que habían sido mezquitas antes de la conquista, y que fueron expresamente cedidas a la aljama por Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio. Con ello, los historiadores reconocen que la judería era más extensa de lo que se supone, llegando hasta la calle Levíes, que mantiene la memoria de que miembros de aquella tribu habitaron allí.
Callejón de la Judería, barrio Santa Cruz, Sevilla
Una parte de esta aljama estaba contenida por las murallas de la ciudad, teniendo su salida al exterior en la Puerta de la Carne. La aljama, sin embargo, estaba separada a su vez de la parte habitada por otro muro, que comenzaba en los Alcazares, y llegaba hasta la calle Vidrio, la calle Tintes y finalmente, la Puerta de Carmona. La otra puerta de este recinto amurallado se encontraba a la altura de San Nicolás, y al parecer, de noche la cerraban (es de suponer, para evitar que aprovechasen la nocturnidad para secuestrar niños cristianos, y hacer con ellos las maldades de que se les acusaba). Por tanto, tan sólo había dos puertas para salir o entrar de la judería; como veremos, se mostraron insuficientes en la jornada de la matanza, y de hecho ayudaron a convertir la judería en una trampa mortal.
Saliendo por la Puerta de la Carne, extramuros, en dirección al actual barrio de San Bernardo y aún la Buhaira, se hallaba el cementerio hebreo. Posteriormente a la expulsión oficial de los judíos en 1492, algunas de aquellas tumbas fueron saqueadas por lugareños en una época de especial carestía. Y, según se cuenta, hallaron cuerpos ataviados con extrañas vestiduras, y joyas de oro y plata, así como algunos libros hebreos. De los libros, se dice que fueron dados al célebre políglota el dr. Arias Montano. Las joyas, es de suponer, serían vendidas a algún joyero sin escrúpulos, que véte tu a saber si no era descendiente de judeoconversos.
Continuará en la siguiente entrega

jueves, 12 de febrero de 2009

A nuestra querida Eris


Valgan estas pobres líneas como homenaje a una de las diosas más interesantes del mundo greco-latino; y no sólo interesante, pues ella es de las pocas que, desde la histórica implantación del cristinanismo patriarcal y del pensamiento lógico-racional, a lo largo de occidente, ha sabido sobrevivir. Allí donde dioses tan relevantes en la antigüedad se han disuelto, han perdido su influencia en el mundo de los mortales, y se han visto exiliados a ese Inframundo que el Coyote ha visitado en alguna excursión onírica, Eris ha sabido sobrevivir, sin necesidad de reciclarse como otros han hecho - véase un Hermes Trimegisto, que de mensajero de los dioses y psicopompo de los difuntos, ha tenido que travestirse en una deidad de los misterios esotericos.

También conocida como Éride, y más comunmente Discordia, ésta es la misma que lanzó la famosa manzana "a la más bella" en el banquete de bodas del mortal Peleo y la titánide Tetis (padres de Aquiles), provocando con esto la cadena de sucesos que desembocó en la afamada guerra de Troya. Por lo general se culpa a ella - y a su gesto de lanzamiento manzanil - del inicio del fin del mundo aristocrático-heróico, en la Grecia arcaica (aunque el viejo Coyote se pregunta si no habría que agradecérselo, más que echárselo en cara). Sin embargo, y pese a protagonizar pocos episodios míticos, y no recibir un culto muy mayoritario en la antigüedad, Eris ha sabido sobrevivir con el avance de las eras y las sucesivas transformaciones del espacio-mente que comparte la humanidad, si no es que aquello que ella representa ha permitido que estos cambios puedan darse.

Actualmente, y sin contar con los advenedizos discordianos, podemos hallar su presencia en multitud de ámbitos: no en vano, bajo otro nombre, es reverenciada en las salas de reunión de institutos atómicos de todo el mundo. Los físicos especializados en cuántica, y aún más matemáticos, han encontrado en ella una diosa hecha a su medida (igual que en Azazoth, el Caos Nuclear, o en Shiva Nataraja el bailarín, con quienes comparte panteón). Los científicos más lúcidos, aquellos que son capaces de elevarse, aunque sea un poco, por encima del paradigma reinante en su época, se han percatado de que el Orden, bajo el que se rigen las leyes de la lógica científica (y no sólo la científica), si se contempla con suficiente perspectiva, no es más que una mera ilusión, y que bajo la apariencia de que todo está en su sitio, bien colocado y predecible, subyace el Caos, madre-padre de todas las cosas. Que cualquier sistema, para no quedar estático y alcanzar el punto muerto, debe mantener una constante tensión entre Orden y Caos, que lo mantenga dinámico, y por lo tanto, con vida. Y es nuestra vieja amiga Eris quien fuerza el sistema para que pueda darse esa tensión, discordia o lucha de contrarios, como quiera llamársele. Porque no es moco de pavo señalar que, en todo sistema excesivamente ordenado, sólo puede mantenerse el dinamismo introduciendo un poquito de caos; y, a la inversa, un sistema caótico sólo puede evitar su disolución, cuando se introduce un poco de orden en él.

Por tanto, nuestro reconocido y siempre aplazado agradecimiento a Eris.

Hablemos ahora de los orígenes míticos de Discordia, según los textos griegos. De ella se dan, al menos, dos orígenes (lo cual concuerda con su esencia caótica):

1) Hesíodo, mitógrafo aglutinador de multitud de tradiciones, señala en su Teogonía a Discordia como hija de la Noche y el Erebo, nieta de Caos y Oscuridad, y hermana de Vejez, Muerte, Sueño y Némesis, entre otros. Aún siendo dioses conceptuales y seudo-filosóficos, cobran fuerza en el hecho de que son representaciones arquetípicas de vivencias primigenias del ser humano: los primeros dioses son todos representaciones de aquello a lo que se teme desde el principio, de lo que el hombre no puede controlar, y que lo controlan a él, hasta el punto de ser dueños de su destino y su vida (o del final de ésta).

2) El otro origen de Discordia corre de la mano del panteón de los mitos olímpicos; Eris es hija de Hera, y hermana gemela de Ares (dios de la guerra). De su nacimiento se dan a su vez varias versiones, depende quien la narre. Los mitos olímpicos, marcadamente patriarcales, aseguran que Zeus es el padre - ya se sabe, tomó la forma de un cuco, para poder posarse en el regazo de Hera, y cogiéndola desprevenida volvió a su verdadera forma, para violarla y de esta forma tener que casarse con él para evitar la vergüenza. Y aunque Zeus y Hera eran hermanos, no parece que los antiguos se asustaran con la idea de incesto, al menos en cuanto a dioses se refería. En cualquier caso, otras fuentes aseguran que, de su unión con Zeus, Hera sólo dio a luz a un dios, el herrero Hefestos (el cual llevaba una marca sagrada, por haber sus padres roto el tabú del incesto: esto es, sus piernas contrahechas - por cierto que, desde entoces, todos los herreros portaban la marca sagrada, alguna deformidad que los señalaba como miembros de gremio tan rodeado de misterios en la antigüedad; es normal, por tanto, que los cíclopes herreros de Hefestos tuviesen un solo ojo; era facil quedar tuerto si te saltaba una esquirla de metal al rojo vivo al ojo). De modo que, estas fuentes, declaran que Hera concibió a los gemelos Eris y Ares por partenogénesis, que ella solita se quedó embarazada al tocar cierta flor. Algunos afirman que esta flor no es otra que el espino blanco; de misma forma, aseguran que la flor sagrada de Eris es el espino negro.



Por cierto que, siguiendo los mitos y leyendas olímpicos, se afirma que en las bodas de Zeus y Hera, Madre Tierra regaló a la diosa un árbol de manzanas de oro - el mismo que fue plantado en el jardín de las Hespérides, custodiado por Ladón, el dragón insomne, en las tierras de Atlas el titán. La posesión de una de estas manzanas aseguraban la vida ultraterrena allá en el Elíseo (y de hecho, el mismo Heracles/Hércules tuvo que hacerse con una de ellas, en el trabajo previo a su descenso al Hades). Aunque el viejo Coyote siempre se ha preguntado si fue una de estas manzanas doradas la que lanzó Eris en el banquete de bodas, tampoco tendría mucho sentido; dado que éstas eran un regalo de Madre Tierra a Hera, las manzanas ya eran suyas por derecho. Por supuesto, no es lo mismo tener todo un manzano de frutas de oro, que tener una manzana que asegura que su dueña es "la más bella".



Pero esta aparente veleidad, que es querer ser dueña de la manzana de Discordia, que se supone lanzó ésta despechada por no ser invitada a las bodas de Tetis y Peleo, resulta cuando menos infantil (aunque los dioses olímpicos han destacado siempre por ser presa de las pasiones y caprichos más humanos). Según el mitógrafo Robert Graves, todo este episodio proviene de una interpretación errónea de un icono en el que se muestra a la Diosa triple lunar ofreciendo la manzana de la vida ultraterrena a un héroe o rey sagrado desconocido. Sin embargo, Eris misma no está de acuerdo, porque eso la relegaría del protagonismo que tanto tiempo se le ha dado en la épica historia narrada por "Homero". Finalmente, algunos aseguran que fue el mismo Zeus quien instó a la diosa de la Discordia a que lanzase su manzana, puesto que sus designios así lo querían. Esto es, que no se puede culpar a Eris de la destrucción de tantos grandes héroes, ni de la caída de Troya, pues ella en este caso no fue más que una mandada en toda aquella historia.

Pero vamos con otro mito tocante a la diosa de la Discordia, donde sí puede verse su influencia. En este caso, en las extensas tradiciones de la casa real de Micenas; los dioses habían decidido dar el trono micénico a Atreo, frente a Tiestes, quien en ese momento lo ostentaba. Los dioses, algunos dicen Hermes, otros Artémis, enviaron a Atreo el carnero de vellocino dorado (el mismo que llevó a los argonautas a su dilatado viaje), para ponerle a prueba y ver si lo sacrificaba a los dioses, como estaba mandado. Como ocurrió en muchas ocasiones, el hombre engaña a los dioses, sustituyendo a la víctima sacrificial: en este caso, Atreo sólo sacrificó la carne del animal, quedándose para sí el vellón de oro. A poco de esto, parece que Tiestes se las ingenió para robárselo, y le impuso la prueba de jurar solemnemente que sólo el dueño del vellocino de oro sería el rey legítimo de Micenas. Atreo, por supuesto, hizo el juramente, sabedor de que éste se encontraba entre sus pertenencias. Tiestes, sin embargo, le dejó con un palmo de narices, cuando mostró el vellocino a todo el mundo, pudiendo por tanto quedarse en el trono en el que tan rícamente asentaba sus posaderas.

Sin embargo, como hemos dicho, los dioses y Zeus sobre todo, habían decidido que el trono había de ser para Atreo. De modo que, por mediación de Hermes, hizo jurar a Tiestes que abdicaría en favor de Atreo, en caso de que el sol, por una vez, marchase hacia atrás, y se pusiera en oriente. Y aquí es donde entra en juego nuestra amiga Eris: Zeus le ordenó que actuase para invertir las inmutables leyes de la naturaleza; así que Helios, con su carro del sol, dio vuelta atrás, y las Pléyades hicieron lo suyo con sus estrellas, para permitir que Tiestes no pudiera hacer otra cosa que abdicar de su trono. Si los humanos hacen trampa con los dioses, las trampas de los dioses siempre son mayores.

Como decimos, el mundo mítico en gran parte se ha visto exiliado al Inframundo del subconsciente; eso, si no ha sido asimilado y distorsionado por las creencias racionales y el cristianismo, que se han impuesto históricamente en occidente. Eris, sin embargo, ha sabido continuar en su papel primordial; de no haber mantenido la tensión en los grandes sistemas, hace tiempo que las civilizaciones humanas se habrían colapsado, y no hubieran seguido en esa dinámica ondulatoria que les da vida, y posibilidad de su continuación. Ella provoca que los contrarios se enfrenten, en lucha ancestral, y al mismo tiempo permite que con éstas luchas encuentren la manera de ser complementarias, y a su vez necesarias. Sin olvidar, por supuesto, que detrás de estas contraposiciones que se encuentran por doquier en el mundo material, no subyace otra cosa que Caos: ese mismo Caos que el ser humano pretende desterrar, sin darse cuenta de que ello es imposible. No existe más orden que aquel que el ser humano impone a las cosas; y, por supuesto, este orden sólo es transitorio, y lo que para unos es orden para otros no es más que una aburrida forma de agonía.

¡Salve Eris, Diosa del Caos y la Confusión!