domingo, 16 de marzo de 2008

Recordando los Últimos Días


Para contrarrestar el fervor religioso que exudan las calles de la ciudad en esta, la semana más santa del año, le ha venido al Coyote el recuerdo de la herejía conocida como el Espíritu Libre.

Como movimiento popular cuasi-revolucionario, tuvo sus inicios allá por el siglo XIII, y la sombra de su amenaza alcanzó los salones de los más poderosos. Por supuesto, hubo precedentes, que habría que remontar hasta la moda apocalíptica judía alrededor del año 0 y más atrás; moda que desarrollaba ampliamente la idea de la Segunda Venida (del Mesías, claro); bueno, los apocalipsis judíos hablaban de la Primera Venida, por supuesto, lo de la segunda era cosa de los cristianos. Como ya se sabe, en el Apocalipsis se explota la idea de que, en algún momento, la comunidad cristiana se verá reducida y reprimida por una poderosa nación (asimilada sucesivamente a persas, egipcios, griegos y romanos sucesivamente, a saber todos ellos imperios gentiles/paganos, que sometieron al pueblo judío; los cristianos tendrían sus propios perseguidores). Esta poderosa nación, cuya garra se aferrará al globo terráqueo completo, será profundamente antirreligiosa, y perseguirá a los últimos cristianos. Por supuesto, su líder será el mismísimo Anticristo. Al momento de la Segunda Venida, habrá una formidable batalla cósmica, de la que sólo sobrevivirán unos pocos privilegiados, los auténticos cristianos, conocido como el Imperio de los Últimos Días o Reino de los Justos.

Sin embargo, con la esperanza de esta Segunda Venida, obra una transformación del mismo concepto del tiempo. Con el cristianismo, la concepción del tiempo pasa de cíclico a ser lineal. Anterior al cristianismo (digamos, también, al judaísmo) el calendario sagrado anual se establecía en función a los ciclos agrícolas, el mensual según los ciclos lunares, etc. Todos los años eran una repetición de los actos míticos que realizaron los dioses, y los hombres los repiten a su vez en rituales religiosos – al Coyote siempre le ha parecido una fantástica celebración de la vida la fiesta religiosa sumeria anual de la Hierogamía Sagrada, en la que el rey era llevado en procesión hasta el templo de Ishtar, donde consumaba con la sacerdotisa cierto encuentro ritual, que era festejado con una fiesta popular bien regada con vino.

Pero eso era antaño (cuando aún no se habían vuelto locas las estaciones). Todo eso cambió con la histórica implantación del cristianismo. El esquema de la progresión temporal según el cristianismo sería de la siguiente forma:

Creación (Alfa) ----> Paraíso Terrenal/expulsión ----> Primera Venida ----> Imperio del Anticristo ----> Nuevo Paraíso Terrenal o Reino de los justos (Segunda Venida) ----> Apocalipsis (Omega)

Al parecer, los cristianos primitivos se la pasaron esperando que Cristo volviera. Por lo visto, hay una parte del Evangelio donde se pone en boca de Jesús que el Reino de los Justos llegaría antes de que algunos de los que lo estaban escuchando muriesen (y, una de dos, o quien puso eso en boca de Jesús se equivocó, o bien es que entre el auditorio del Mesías estaba el Judío errante...) Como decíamos, eso provocó en los primeros cristianos que su concepción del tiempo, en lugar de centrase en el aquí y el ahora – esto es, en la única vida que iban a tener -, estuviesen pendientes de un hipotético futuro en el que, como en el Paraíso Terrenal, todos los males de la tierra fuesen desterrados.

Y entre estos males encontramos la propiedad privada, por supuesto.

Esta manera de entender el tiempo como una sucesión lineal de fases es característica de occidente. Con el transcurrir de los siglos, se eliminó el trasfondo de salvación religiosa, quedando sólo el apartado de salvación social. Qué decir si no de la línea temporal progresiva del marxismo: Comunismo primitivo – Estado paternal – Revolución y desaparición del Estado – Nuevo Comunismo. No es de extrañar, pues, que herejías como la del Libre Espíritu, que preconizaban que la propiedad privada era un pecado contra la naturaleza, que la jerarquía eclesiástica estaba a partir un piñón con Satán, y estaba dirigida por el Anticristo en la figura del papa, fuesen acogida por la masa de los más desfavorecidos de la sociedad medieval.

Pero esta manera de “teología de la historia” la llevó hasta su extremo un alucinado monje italiano del siglo XII, Joaquín de Fiori, el cual escribió, en la soledad de su celda calabresa, unas profecías bastante inspiradas. En ellas afirmaba que la historia se dividía en tres edades bien diferenciadas, cada una dirigida por una de las personas de la Trinidad. Según fray Joaquín de Fiori, la primera época era la del Padre o la Ley, la época en que Dios estaba pendiente de los creyentes y encima de ellos; luego le seguía la época del Hijo o el Evangelio, y finalmente, la tercera y definitiva, la edad del Espíritu Santo. La primera edad era de sumisión a la figura de autoridad, la segunda de obediencia filial, y la tercera sería el momento en que todos los hombres se librarían del yugo del dolor y el sufrimiento, y todos serían santos, puesto que el Espíritu se encarnaría en cada uno de los hombres. Según sus cálculos, esa época estaba pronta a cumplirse en el momento en que él escribía.

Por supuesto, todas estas fantasías de salvación colectiva estaban muy bien durante la época de persecución de los cristianos, era una creencia que les ayudaba a seguir adelante. Pero bien entrada la Edad Media, cuando la Iglesia ya se encontraba con sus bases de poder bien asentadas, codo con codo con emperadores, reyes y duques, no le convenía a esta que esas creencias se diseminasen por el populacho.

Toda expresión de liberación popular era cruelmente aplastada; físicamente por las fuerzas del Imperio, e ideológicamente, por los teólogos de la Iglesia. La ortodoxia salvó la espinosa cuestión de la Venida del Reino, afirmando que éste se haría efectivo en el interior de cada cristiano, y no de forma literal sobre este mundo. Al interiorizar e individualizar ese proceso de salvación (o auto-superación), estos astutos teólogos cortaron cualquier posibilidad de rebelión y puesta en duda del estátus.

Aquellos pobres siervos, mendigos, parias y leprosos no podían ni sospechar que otros mundos son posibles.



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