Como apuntábamos en la anterior entrada, la aparición de quien sería conocida como la Doncella de Orleans, la joven Juana de Arco, representó para Gilles de Rais un conato de salvación de su alma inmortal. Que, como Juana había demostrado, era una emisaria de un Poder Superior, todo aquel que luchase de su lado, lo haría bajo las luminosas huestes celestiales. La errática vida de violencia de Gilles, hasta aquel momento sin sentido, por fin tendría una finalidad. El momento en que llegó a esa conclusión debió ser impresionante; no en vano, según se dice, Gilles fue de los primeros en convencerse del papel de mensajera divina de Juana, y creyó en ella hasta el final. No era para menos, le iba la salvación eterna en ello.
Según parece, Dios tenía interés en que el Delfín Carlos de Valois fuese coronado rey de Francia. Lo cual tiene su lógica, dado que durante muchos siglos – y con más vehemencia en la Edad Media –, se ha querido creer en la figura del rey soberano como elegido de Dios, que su poder emanaba directamente de Él. Ejercía su derecho de potestad bajo imperativo divino y demás; de ahí la trascendencia de unas guerras en las que se decidía la sucesión al trono de un reino. Todo pretendiente a la Corona hacía bien en rodearse de teólogos y especialistas en derecho eclesiástico, que pudiesen dar con argumentos no contrarios a la fe para justificar su legitimidad al trono. Esto, cuando no se podían granjear directamente la connivencia con Su Santidad, allá en Roma o en Avignon, donde tocase (porque si te coronaba el papa, aquello podía subir bastante tu caché frente al resto de casas nobles de Europa). De manera que las osadas declaraciones de Juana, y sobre todo que éstas fuesen acompañadas con hechos, empujaron a gran parte de la corte legitimista a creer en ella, y en la posibilidad de la victoria total sobre el perro inglés y el bastardo borgoñón.
El Coyote, haciendo una interpretación psicologista bastante simplona, afirma que posiblemente con Juana pasó un poco como al Quijote. Es decir, que al principio parece que era él quien se creía caballero andante, y con el tiempo la gente a su alrededor comenzó a comportarse como si Alonso Quijano fuese realmente un caballero andante. Se puede decir que cuando Juana partió del pueblecito de sus padres, lo hizo convencida de su misión, y a pocos más convenció de ello; sin embargo, cuando llegó a la corte del Delfín y comenzó a demostrar la veracidad de sus afirmaciones, entonces los nobles empezaron a creer en ella como una enviada de Dios, y Juana ya no tuvo que hacer ningún esfuerzo.
Hubiera sido escalofriante para ella que en aquellos u otros momentos decisivos, sus voces dejasen de hablarle; ¿cómo tomar la decisión correcta, entonces? Tampoco hubiese importado demasiado, según el Coyote, puesto que todos a su alrededor ya le habían asignado el papel de enviada divina, y actuaban en consecuencia. No importaría realmente que Dios aconsejase a Juana cómo alcanzar la victoria, los franceses ya creían en la victoria, porque estaban convencidos de que Dios estaba con ellos, y que su sacrificio hubiera merecido la pena. Juana no necesitó alcanzar la posteridad para convertirse en un arquetipo, en vida ya lo encarnó en su plenitud. Sus actos, por tanto, no eran suyos, y sus decisiones tampoco. Decimos, un arquetipo que ha sido encarnado por muchachas de todo el mundo y en todas las épocas, como por Santa Catalina de Alejandría, Santa Margarita de Antioquía o, más modernamente, por Manche Masemola (esta, creo, sólo ha llegado de momento a beata), y de manera pagana quizá por Andrómeda: Doncellas, santas y mártires.
De hecho, cumplido su divino cometido, esto es la liberación de Francia del yugo inglés, y la coronación del Valois, no sólo dejó de simbolizar la intermediación entre Dios y el hombre, como su mensajera o enviada; pasó a convertirse también en mártir. Pero antes de eso, sería acusada de brujería y herejía, en el proceso inquisitorial llevado a cabo por algunos miembros de la iglesia, y que culminó con la muerte de Juana en la hoguera.
Juana fue capturada por sus enemigos, borgoñones e ingleses, los cuales debían guardar un enconado rencor a la heroína causante de sus derrotas. Se conoce que el ascendiente que debía tener Juana para con el rey, no debió agradar a algunos de los aristócratas de la corte de Carlos VII. De modo que, cuando se corrió la noticia de la captura de la Doncella de Orleans, es bien sabido que éstos no sólo no hicieron nada por liberarla, sino que además influyeron en el joven rey para que éste no movilizase tampoco sus fuerzas para ello. Y todo esto, dio lugar al antedicho proceso, llevado a cabo por el obispo de Beauvais, culminando éste en Ruán, y en una enorme hoguera. En la sentencia, destacaban las acusaciones de “hereje, reincidente, apóstata, idólatra”; la misma Iglesia que relajó a Juana al brazo secular (esto es, que probó que merecía aquel final), algunos años más tarde no sólo rehabilitó su imagen, sino que además tachó de herejes a los jueces que la condenaron – la Iglesia hace lo que puede para quedar bien con todos los poderosos y ser coherente, al mismo tiempo; no siempre lo consigue de manera satisfactoria.
Sin embargo, durante el cautiverio y proceso de Juana, hubo no pocos intentos de rescate; la mayoría, por parte de sus más fieles compañeros. Por supuesto, entre los primeros que abogaron por reunir el mayor número de fuerzas posible, en ayuda de la cautiva Doncella, estuvo Gilles de Rais; la captura y el posterior desentendimiento por parte de los franceses de Juana de Arco, significó un verdadero mazazo para sus convicciones, y para su hipotética creencia en la posibilidad de salvación, ya que a priori (y gracias a Juana) creía haber puesto sus impulsos asesinos al servicio del Bien. Se sabe que, decepcionado, acusó públicamente al rey de no hacer nada por Juana, y como decimos, costeó su propio ejército de mercenarios, sin llegar a ningún lado. De nuevo, la estabilidad que tan precariamente había desarrollado a su alrededor, se desmoronaba como un castillo de naipes.
Gilles lloró amargado sobre las cenizas de Juana, y debió pensar que nada en este mundo tenía sentido, ni merecía la pena, después de aquello. Que no debía haber justicia, ni en éste ni en ningún otro mundo, si Dios había permitido que aquello hubiese ocurrido a la pobre muchacha.
Poco después de estos hechos, se demostraría que lo que llevó a convertir en santa y mártir a Juana de Arco, empujó a Gilles a decidirse por ser el pecador y asesino con que fue conocido en sus últimos años de vida (y que, quizá y muy en el fondo, siempre había sido). Pocos años después de la muerte de Juana, Gilles abandonó el ejército y la vida mundana, pasando el resto de su existencia en sus posesiones de la Bretaña francesa. Allí, según parece, se hundió en la melancolía, con lo cual nada de su vida actual le satisfacía; por esto, comenzó una vida de excesos, donde fue dilapidando la fortuna familiar en costosos festejos y celebraciones, cada vez más atrevidas y desproporcionadas.
Con los sanguinarios y depravados sucesos a que dio lugar en su castillo, Gilles de Rais se convirtió por derecho en uno de los primeros aristócratas sádicos, arrebatados por la ilusión de poder. Aquellos nobles y poderosos, que describiera el divino marqués de Sade tan acertadamente, situados por encima del bien y del mal, y que pensaban que toda la creación sólo existía para ponerse a sus pies y cumplir sus deseos más oscuros de inmediato. Según deja entender Gilles en su propio proceso, lo único que realmente conseguía despertarlo de su apatía existencial era la dominación y el abuso de inocentes, inferiores y débiles. Eso, sin mencionar la atracción malsana que sentía el mariscal hacia las vísceras, y demás casquería, del gusto propio de psicópatas (que, alejado de la vida militar, ya no podía satisfacer).
Por todos los pueblos de la Bretaña, pronto se correría el rumor del peligro en que se encontraban los niños desprevenidos, muchos de los cuales desaparecían sin dejar rastro. Los siniestros servidores del barón de Rais sabían hacer su infame trabajo, y gracias a la seguridad de su castillo, Gilles podía dedicarse a realizar los crímenes más atroces y brutales que su depravada y excitada imaginación podía sugerirle. Como en el caso de la Doncella de Orleans, la leyenda de Barba Azul comenzó a fraguarse durante su propia vida.
Ya se ha convertido en un tópico, según el Coyote, pero nunca está de más, equiparar la figura de Gilles de Rais con la de otra aristócrata medieval, Erzsebet Bathory, de memoria infausta, conocida como la Duquesa Sangrienta. Ambos, huyendo de la idea de que, en el fondo, ellos no son más que mortales y que eso los iguala al resto de la humanidad, se hundieron en una desesperada búsqueda de la inmortalidad, la eterna juventud, cualquier cosa que alejase a la Parca de sus aposentos. Una búsqueda que terminó convirtiéndose en un descenso a los infiernos.
Con los años, sabedor de su vida de crímenes y pecados mortales, pues, Gilles se obsesionó con la posibilidad de alargar su existencia, evitando el momento del juicio postrer (del cual no tenía duda sobre el veredicto). Al principio, lo intentó por medios alquímicos, poniendo a su servicio a sabios alquimistas y astutos embaucadores por igual, y rodeándolos de medios para alcanzar su objetivo. Posteriormente, y convencido de que la sede de su alma inmortal no sería otra que el Hades más profundo, tomó la decisión de pasarse activamente al partido del Malo, por ver si éste le ofrecía a cambio lo que él estaba buscando. Según tenemos entendido, en los archivos históricos de alguna biblioteca francesa, se conserva aún el manuscrito del contrato original que llegó a firmar con el Diablo, bajo consejo de un oscuro hechicero conocido como Prelati.
No debió sentar mal a Barba Azul el hecho de que, como parte del contrato satánico, hubiese de realizar ciertos sacrificios humanos (específicamente, niños y vírgenes). En todo caso, la continua desaparición de infantes en las inmediaciones de sus propiedades, provocó que se llevase una investigación por parte de los hombres del rey. Investigación que terminó con la detención de Gilles, y algunos de sus sirvientes, entre ellos Prelati y otros hechiceros estafadores.
Durante el proceso, Gilles no dudó en confesar absolutamente todos sus crímenes, los cuales conforman una lista de horrores; es posible que él mismo buscase activamente su condena, quién sabe. Finalmente, ésta llegó en la forma de sentencia de muerte destinada a los nobles, la decapitación. Visto que a última hora el hombre pareció arrepentirse sinceramente de todos los crímenes y pecados cometidos, es posible que realmente Gilles no temiese el juicio de los hombres, sino el que pensaba vendría después.
PostData: De entre todas las interpretaciones posibles de los hechos y la vida tanto de Juana de Arco como de Gilles de Rais, el Coyote nos ha obligado a destacar dos de ellas:
1) Interpretación materialista o psicologista: Si aceptamos el hecho de que Gilles de Rais presentaba el cuadro típico de un psicópata (con todo lo que ello conlleva de egocentrismo, supresión de los valores morales, además de ciertas obsesiones morbosas, acompañadas con afasia en los momentos culminantes de sus crímenes), no debemos dejar de detectar una evidente esquizofrenia paranoide en la buena de Juana de Arco (lo cual incluye en muchas ocasiones padecimiento de visiones visuales o auditivas, y estados similares a la afasia). No es hasta el surgimiento relativamente moderno de la ciencia psiquiátrica, que se ha empezado a interpretar a la enfermedad mental como tal; antaño, estos fenómenos de comportamiento ajeno al común de la sociedad, ante su evidente heterogeneidad respecto a la norma, se interpretaban según el paradigma del momento, encajándolo de mejor o peor. No pocos epilépticos han pasado por posesos. Y, en la misma medida, el comportamiento iluminado de Juana no podía ser más que visto como una señal de Dios – o del Diablo, en caso de los jueces que la procesaron - , mientras que la actuación de Gilles claramente era un caso de corrupción satánica llevado hasta el último extremo. Es además curioso el hecho de que, originalmente, la conspiración satánica no fue más que una burda invención de la iglesia medieval (ya se sabe, la amenaza del terrorismo al mundo libre y demás), pero que esta misma conspiración satánica fue interiorizada por muchos en occidente, llegando en ciertos casos a creerse parte de ella.
2) Interpretación espiritualista o religiosa: Supongamos que Juana de Arco realmente fuese una profetisa divina, que los Poderes Superiores efectivamente la utilizaron como mediadora entre Él y los hombres; que esas voces que la guiaban sabían lo que estaba por venir, y simplemente orquestaban la Providencia utilizando a Juana como batuta. Suponer esto nos legitima para suponer que igualmente, Gilles estuvo toda su vida sometido a pequeñas tentaciones que el Adversario colocaba ante él, para someterlo a la decisión moral que lo llevaría a convertirlo en su servidor. La primera vez que Gilles se regodeó con una muerte humana, cruzó esa línea que lo llevaba a la perdición. Se presenta entonces, cuando menos inquietante, el hecho de que por un momento en la historia de Francia, tanto las huestes celestiales como las hordas infernales lucharon bajo una misma bandera, coincidiendo de una manera retorcida los intereses tanto de cielo como de infierno. Y el Coyote se pregunta, ¿cuántas veces pasa y ha pasado esto a lo largo de la historia?
Siempre cabe una interpretación que sintetice las anteriores. Esto es, que ambos fueron enfermos mentales, que al mismo tiempo se condenaron ante Dios por sus actos. Al Coyote se le erizan todos los bellos del lomo, sólo de pensar las consecuencias de esta posibilidad extrema. ¿Entraría el alma del antaño héroe de guerra y asesino de niños en las moradas infernales, con el temor de encontrarse a la Doncella de Orleans entre los condenados?
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