1. La sombra en el quicio de la ventana
Charles Beauremont, reputado anticuario y especialista en incunables, siempre había sospechado que el ser humano vive en una plácida isla de ignorancia, rodeado de los vastos océanos de la eternidad. Encontrar en una librería de viejo de la antigua judería un ejemplar del nefasto “Liber Hyperboreas” que se creía perdido hasta ese momento, se lo confirmó. Después de pagar su desorbitado precio al siniestro y anciano librero, se dirigió directamente a su estudio, nervioso por la anticipación. Se acomodó en su sillón preferido, habiéndose servido una copa de su mejor brandy y prendido la chimenea; sin más dilación, dedicó la tarde a estudiar el volumen, de manera que se le hizo de noche, y apenas se dio cuenta.
Después de haber comprobado al milímetro la manufactura técnica del manuscrito, se dedicó a estudiar su aún más atractivo contenido. Una leyenda negra de maldiciones seguía al “Liber Hyperboreas”, desde el momento de su escritura. Su mismo autor, un anónimo alquimista y astrólogo francés del Renacimiento, murió de un ataque de apoplejía en el momento justo que escribía el último renglón; todos sus dueños, algunos notorios ocultistas europeos, habían sufrido alguna desgracia, cuando no se deshicieron de él directamente. Beauremont, sin embargo, se consideraba un hombre moderno, positivista y escéptico a partes iguales, y todas aquellas supersticiones no le afectaban.
Al menos, eso quería creer al principio; cuando su reloj de pared dio las doce, estaba tan absorto por el aberrante contenido que ni se dio cuenta de que había empezado a leer en voz alta. Conocimientos blasfemos que habían permanecido siglos olvidados, sabiduría revelada anterior al surgimiento de la humanidad como especie, todo ello se desgranaba con pasmosa audacia. Seres de mundos lejanos, que poblaron la tierra eones atrás, que construyeron colosales ciudades de basalto, ya enterradas u olvidadas; y, sobre todo, su adoración a dioses monstruosos, biológicamente imposibles; seres de antigüedad similar a las de las estrellas. Seres que aguardan, en un letargo parecido a la muerte, sólo a que alguien recite la invocación que los traerá de nuevo a este mundo.
Y Charles Beauremont, en la soledad de su estudio, aguardaba en las horas entre la madrugada y el amanecer; miraba a la ventana, sabedor de que había recitado en voz alta la invocación, y que el final era inevitable: Pronto, la sombra en el quicio de la ventana vendría a buscarle.
Próxima entrega: La alargada sombra de la justicia
martes, 9 de diciembre de 2008
Semana Pulp en el Blues del Coyote

Sobre ese género marginal (que, a su vez, engloba a muchos otros subgéneros) que ha dado en llamarse “pulp”, se tienen las opiniones más encontradas. Desde luego, los críticos, lectores y escritores de gran literatura no pueden más que despreciarlo, o todo lo más recordarlo con cierta nostalgia e ironía con dejes de superioridad. Sin embargo, el pulp y sus precedentes, como el decimonónico folletín por entregas, la llamada literatura de cordel, o los romances de ciego (entre otros), no sólo han encontrado un público fiel, a todos los niveles culturales y sociales – lo siento, Gabo, pero las novelitas Estefanía del oeste venden mucho más que Cien Años de Soledad, hay que asumirlo. Es sobre todo, que la novela popular, como cualquier obra del arte humano, no es que tenga valores intrínsecos, sino que depende exclusiva y totalmente del espectador que disfruta la obra. De manera que, ¿quién tiene la osadía de fijar unos cánones objetivos y fijos sobre qué es arte, y qué no lo es? Por más que nos reconcoma por dentro, exactamente la misma intensidad de sentimientos puede provocar en una adolescente de barrio una balada de Camela, que en un servidor después de haber experimentado la parte del Réquiem compuesta por Mozart (por ejemplo). En la misma medida, con la literatura pulp, esa que ha acompañado al occidental desde los albores del siglo XX, también pueden despertarse emociones profundas, e incluso largamente enterradas en el subconsciente. La literatura pulp, por maniquea y simplista, llega a alcanzar en ocasiones, niveles arquetípicos.
Qué se le va a hacer, post-postmodernos hasta el final, también hemos de reconocer aquellos defectos encontrados por los intelectuales “apocalípticos” – ya se sabe, esos que, ante el acceso a la cultura a nivel masivo y popular, proclaman cual profetas la muerte de la cultura, como si ésta hubiera de ser cosa de elites. En la lista de defectos que pueden hallarse en la literatura pulp, así como en toda literatura popular, y otras artes propias del siglo XX, cual el cine o el cómic, encontramos, entre otros:
1) es, fundamentalmente, literatura de evasión (lo cual tiene su perfecta explicación historicista: el auge de las revistas pulp, cual Weird Tales, Astonishing Tales o Black Mask (u Hombres Audaces en España), se dio de los años 30´s en adelante, lo cual coincide con la crisis económica que asoló los países occidentales a partir de 1929); sin embargo, por más realista y comprometida que esté la literatura, ¿quién puede afirmar que no toda la literatura es de evasión?
2) es, directa y sencillamente, literatura conformista, o carente de valores, cosa que ocurre igualmente con su descendiente, el cómic de superhéroes. Las narraciones pulp nunca se ocupan de una crítica al estatus, ni a los valores morales establecidos; todo lo más se muestra una maniquea lucha entre bien y mal, pero la resolución de estos conflictos nunca llevan a una reflexión sobre el sistema de justicia imperante, y en ocasiones incluso una aceptación implícita de éste (un tópico muy arraigado en el cómic de superhéroes es que una sola persona, por muchos maravillosos superpoderes que posea, es incapaz de cambiar el sistema a un nivel profundo; es decir, que Superman no podría librar del hambre a África, por ejemplo – para esto, es aconsejable la lectura de las obras del portentoso Alan Moore, la serie regular Miracleman, así como una de sus obras cumbre, Watchmen);
y 3), recurrencia a efectos fáciles para despertar sentimientos en el lector, recursos kitsch, o directamente, mala y fácil literatura (esto merece considerables matizaciones, visto que, como hemos expuesto más arriba, dudamos que haya un canon objetivo para discriminar el gran arte de cualquier otra expresión, y que depende exclusivamente del sujeto que experimenta dicha obra); también es cierto que, dado que la mayoría de producción pulp se publicaba en revistas con periodicidad mensual o semanal, esto exigía de los escritores tener que poner un punto y final prematuro a sus obras, antes de haber podido repasarlas y pulirlas en condiciones – y, aún así, podemos hallar piezas perfectamente válidas en cualquiera de estas revistas.
Pero, como no hay que olvidar el peso y la influencia que el género pulp ha significado, para comprender el estado actual de la cultura; así como tampoco hay que olvidar una anterior época, más inocente o ingenua, cuando bien y mal estaban claramente delimitados, y no existía una variada y confusa gama de grises intermedia; por todo ello, nos hemos decidido a realizar unas jornadas enteramente dedicadas al género pulp y algunos de sus variados subgéneros. A modo de nostálgico homenaje, publicaremos a lo largo de la semana una serie de microcuentos, vagamente inspirados en cada uno de ellos.
Originalmente, estos microcuentos fueron confeccionados para su publicación en una agenda cultural para el entrante 2009; por causas varias, entre ellas la cercanía de las fechas de impresión, sólo pude entregar tres de estos minirelatos (limitados, por motivos de espacio, a unas 300 palabras por cuento; como se comprenderá, cosa terrible para el que escribe). Como decimos, a causa del poco tiempo disponible, se quedó en el teclado algún relato más, y de los entregados, demasiado poco pulidos para nuestra satisfacción. Sin embargo, ironías de la vida, recientemente, algunos de los miembros del equipo de El Blues del Coyote, se han visto inesperadamente con más tiempo libre del que gustasen, de manera que han podido perderlo en repasar los relatos ya escritos, así como redactar el resto, por no dejar aquellas historias revoloteando por su cerebro e hinchándose peligrosamente.
La primera entrega, en la próxima entrada: La sombra en el quicio de la ventana
miércoles, 3 de diciembre de 2008
La Doncella de Orleans y Barba Azul: Secretos Vínculos (Tercero de Tres)
Como apuntábamos en la anterior entrada, la aparición de quien sería conocida como la Doncella de Orleans, la joven Juana de Arco, representó para Gilles de Rais un conato de salvación de su alma inmortal. Que, como Juana había demostrado, era una emisaria de un Poder Superior, todo aquel que luchase de su lado, lo haría bajo las luminosas huestes celestiales. La errática vida de violencia de Gilles, hasta aquel momento sin sentido, por fin tendría una finalidad. El momento en que llegó a esa conclusión debió ser impresionante; no en vano, según se dice, Gilles fue de los primeros en convencerse del papel de mensajera divina de Juana, y creyó en ella hasta el final. No era para menos, le iba la salvación eterna en ello.
Según parece, Dios tenía interés en que el Delfín Carlos de Valois fuese coronado rey de Francia. Lo cual tiene su lógica, dado que durante muchos siglos – y con más vehemencia en la Edad Media –, se ha querido creer en la figura del rey soberano como elegido de Dios, que su poder emanaba directamente de Él. Ejercía su derecho de potestad bajo imperativo divino y demás; de ahí la trascendencia de unas guerras en las que se decidía la sucesión al trono de un reino. Todo pretendiente a la Corona hacía bien en rodearse de teólogos y especialistas en derecho eclesiástico, que pudiesen dar con argumentos no contrarios a la fe para justificar su legitimidad al trono. Esto, cuando no se podían granjear directamente la connivencia con Su Santidad, allá en Roma o en Avignon, donde tocase (porque si te coronaba el papa, aquello podía subir bastante tu caché frente al resto de casas nobles de Europa). De manera que las osadas declaraciones de Juana, y sobre todo que éstas fuesen acompañadas con hechos, empujaron a gran parte de la corte legitimista a creer en ella, y en la posibilidad de la victoria total sobre el perro inglés y el bastardo borgoñón.
El Coyote, haciendo una interpretación psicologista bastante simplona, afirma que posiblemente con Juana pasó un poco como al Quijote. Es decir, que al principio parece que era él quien se creía caballero andante, y con el tiempo la gente a su alrededor comenzó a comportarse como si Alonso Quijano fuese realmente un caballero andante. Se puede decir que cuando Juana partió del pueblecito de sus padres, lo hizo convencida de su misión, y a pocos más convenció de ello; sin embargo, cuando llegó a la corte del Delfín y comenzó a demostrar la veracidad de sus afirmaciones, entonces los nobles empezaron a creer en ella como una enviada de Dios, y Juana ya no tuvo que hacer ningún esfuerzo.
Hubiera sido escalofriante para ella que en aquellos u otros momentos decisivos, sus voces dejasen de hablarle; ¿cómo tomar la decisión correcta, entonces? Tampoco hubiese importado demasiado, según el Coyote, puesto que todos a su alrededor ya le habían asignado el papel de enviada divina, y actuaban en consecuencia. No importaría realmente que Dios aconsejase a Juana cómo alcanzar la victoria, los franceses ya creían en la victoria, porque estaban convencidos de que Dios estaba con ellos, y que su sacrificio hubiera merecido la pena. Juana no necesitó alcanzar la posteridad para convertirse en un arquetipo, en vida ya lo encarnó en su plenitud. Sus actos, por tanto, no eran suyos, y sus decisiones tampoco. Decimos, un arquetipo que ha sido encarnado por muchachas de todo el mundo y en todas las épocas, como por Santa Catalina de Alejandría, Santa Margarita de Antioquía o, más modernamente, por Manche Masemola (esta, creo, sólo ha llegado de momento a beata), y de manera pagana quizá por Andrómeda: Doncellas, santas y mártires.
De hecho, cumplido su divino cometido, esto es la liberación de Francia del yugo inglés, y la coronación del Valois, no sólo dejó de simbolizar la intermediación entre Dios y el hombre, como su mensajera o enviada; pasó a convertirse también en mártir. Pero antes de eso, sería acusada de brujería y herejía, en el proceso inquisitorial llevado a cabo por algunos miembros de la iglesia, y que culminó con la muerte de Juana en la hoguera.
Juana fue capturada por sus enemigos, borgoñones e ingleses, los cuales debían guardar un enconado rencor a la heroína causante de sus derrotas. Se conoce que el ascendiente que debía tener Juana para con el rey, no debió agradar a algunos de los aristócratas de la corte de Carlos VII. De modo que, cuando se corrió la noticia de la captura de la Doncella de Orleans, es bien sabido que éstos no sólo no hicieron nada por liberarla, sino que además influyeron en el joven rey para que éste no movilizase tampoco sus fuerzas para ello. Y todo esto, dio lugar al antedicho proceso, llevado a cabo por el obispo de Beauvais, culminando éste en Ruán, y en una enorme hoguera. En la sentencia, destacaban las acusaciones de “hereje, reincidente, apóstata, idólatra”; la misma Iglesia que relajó a Juana al brazo secular (esto es, que probó que merecía aquel final), algunos años más tarde no sólo rehabilitó su imagen, sino que además tachó de herejes a los jueces que la condenaron – la Iglesia hace lo que puede para quedar bien con todos los poderosos y ser coherente, al mismo tiempo; no siempre lo consigue de manera satisfactoria.
Sin embargo, durante el cautiverio y proceso de Juana, hubo no pocos intentos de rescate; la mayoría, por parte de sus más fieles compañeros. Por supuesto, entre los primeros que abogaron por reunir el mayor número de fuerzas posible, en ayuda de la cautiva Doncella, estuvo Gilles de Rais; la captura y el posterior desentendimiento por parte de los franceses de Juana de Arco, significó un verdadero mazazo para sus convicciones, y para su hipotética creencia en la posibilidad de salvación, ya que a priori (y gracias a Juana) creía haber puesto sus impulsos asesinos al servicio del Bien. Se sabe que, decepcionado, acusó públicamente al rey de no hacer nada por Juana, y como decimos, costeó su propio ejército de mercenarios, sin llegar a ningún lado. De nuevo, la estabilidad que tan precariamente había desarrollado a su alrededor, se desmoronaba como un castillo de naipes.
Gilles lloró amargado sobre las cenizas de Juana, y debió pensar que nada en este mundo tenía sentido, ni merecía la pena, después de aquello. Que no debía haber justicia, ni en éste ni en ningún otro mundo, si Dios había permitido que aquello hubiese ocurrido a la pobre muchacha.
Poco después de estos hechos, se demostraría que lo que llevó a convertir en santa y mártir a Juana de Arco, empujó a Gilles a decidirse por ser el pecador y asesino con que fue conocido en sus últimos años de vida (y que, quizá y muy en el fondo, siempre había sido). Pocos años después de la muerte de Juana, Gilles abandonó el ejército y la vida mundana, pasando el resto de su existencia en sus posesiones de la Bretaña francesa. Allí, según parece, se hundió en la melancolía, con lo cual nada de su vida actual le satisfacía; por esto, comenzó una vida de excesos, donde fue dilapidando la fortuna familiar en costosos festejos y celebraciones, cada vez más atrevidas y desproporcionadas.
Con los sanguinarios y depravados sucesos a que dio lugar en su castillo, Gilles de Rais se convirtió por derecho en uno de los primeros aristócratas sádicos, arrebatados por la ilusión de poder. Aquellos nobles y poderosos, que describiera el divino marqués de Sade tan acertadamente, situados por encima del bien y del mal, y que pensaban que toda la creación sólo existía para ponerse a sus pies y cumplir sus deseos más oscuros de inmediato. Según deja entender Gilles en su propio proceso, lo único que realmente conseguía despertarlo de su apatía existencial era la dominación y el abuso de inocentes, inferiores y débiles. Eso, sin mencionar la atracción malsana que sentía el mariscal hacia las vísceras, y demás casquería, del gusto propio de psicópatas (que, alejado de la vida militar, ya no podía satisfacer).
Por todos los pueblos de la Bretaña, pronto se correría el rumor del peligro en que se encontraban los niños desprevenidos, muchos de los cuales desaparecían sin dejar rastro. Los siniestros servidores del barón de Rais sabían hacer su infame trabajo, y gracias a la seguridad de su castillo, Gilles podía dedicarse a realizar los crímenes más atroces y brutales que su depravada y excitada imaginación podía sugerirle. Como en el caso de la Doncella de Orleans, la leyenda de Barba Azul comenzó a fraguarse durante su propia vida.
Ya se ha convertido en un tópico, según el Coyote, pero nunca está de más, equiparar la figura de Gilles de Rais con la de otra aristócrata medieval, Erzsebet Bathory, de memoria infausta, conocida como la Duquesa Sangrienta. Ambos, huyendo de la idea de que, en el fondo, ellos no son más que mortales y que eso los iguala al resto de la humanidad, se hundieron en una desesperada búsqueda de la inmortalidad, la eterna juventud, cualquier cosa que alejase a la Parca de sus aposentos. Una búsqueda que terminó convirtiéndose en un descenso a los infiernos.
Con los años, sabedor de su vida de crímenes y pecados mortales, pues, Gilles se obsesionó con la posibilidad de alargar su existencia, evitando el momento del juicio postrer (del cual no tenía duda sobre el veredicto). Al principio, lo intentó por medios alquímicos, poniendo a su servicio a sabios alquimistas y astutos embaucadores por igual, y rodeándolos de medios para alcanzar su objetivo. Posteriormente, y convencido de que la sede de su alma inmortal no sería otra que el Hades más profundo, tomó la decisión de pasarse activamente al partido del Malo, por ver si éste le ofrecía a cambio lo que él estaba buscando. Según tenemos entendido, en los archivos históricos de alguna biblioteca francesa, se conserva aún el manuscrito del contrato original que llegó a firmar con el Diablo, bajo consejo de un oscuro hechicero conocido como Prelati.
No debió sentar mal a Barba Azul el hecho de que, como parte del contrato satánico, hubiese de realizar ciertos sacrificios humanos (específicamente, niños y vírgenes). En todo caso, la continua desaparición de infantes en las inmediaciones de sus propiedades, provocó que se llevase una investigación por parte de los hombres del rey. Investigación que terminó con la detención de Gilles, y algunos de sus sirvientes, entre ellos Prelati y otros hechiceros estafadores.
Durante el proceso, Gilles no dudó en confesar absolutamente todos sus crímenes, los cuales conforman una lista de horrores; es posible que él mismo buscase activamente su condena, quién sabe. Finalmente, ésta llegó en la forma de sentencia de muerte destinada a los nobles, la decapitación. Visto que a última hora el hombre pareció arrepentirse sinceramente de todos los crímenes y pecados cometidos, es posible que realmente Gilles no temiese el juicio de los hombres, sino el que pensaba vendría después.
PostData: De entre todas las interpretaciones posibles de los hechos y la vida tanto de Juana de Arco como de Gilles de Rais, el Coyote nos ha obligado a destacar dos de ellas:
1) Interpretación materialista o psicologista: Si aceptamos el hecho de que Gilles de Rais presentaba el cuadro típico de un psicópata (con todo lo que ello conlleva de egocentrismo, supresión de los valores morales, además de ciertas obsesiones morbosas, acompañadas con afasia en los momentos culminantes de sus crímenes), no debemos dejar de detectar una evidente esquizofrenia paranoide en la buena de Juana de Arco (lo cual incluye en muchas ocasiones padecimiento de visiones visuales o auditivas, y estados similares a la afasia). No es hasta el surgimiento relativamente moderno de la ciencia psiquiátrica, que se ha empezado a interpretar a la enfermedad mental como tal; antaño, estos fenómenos de comportamiento ajeno al común de la sociedad, ante su evidente heterogeneidad respecto a la norma, se interpretaban según el paradigma del momento, encajándolo de mejor o peor. No pocos epilépticos han pasado por posesos. Y, en la misma medida, el comportamiento iluminado de Juana no podía ser más que visto como una señal de Dios – o del Diablo, en caso de los jueces que la procesaron - , mientras que la actuación de Gilles claramente era un caso de corrupción satánica llevado hasta el último extremo. Es además curioso el hecho de que, originalmente, la conspiración satánica no fue más que una burda invención de la iglesia medieval (ya se sabe, la amenaza del terrorismo al mundo libre y demás), pero que esta misma conspiración satánica fue interiorizada por muchos en occidente, llegando en ciertos casos a creerse parte de ella.
2) Interpretación espiritualista o religiosa: Supongamos que Juana de Arco realmente fuese una profetisa divina, que los Poderes Superiores efectivamente la utilizaron como mediadora entre Él y los hombres; que esas voces que la guiaban sabían lo que estaba por venir, y simplemente orquestaban la Providencia utilizando a Juana como batuta. Suponer esto nos legitima para suponer que igualmente, Gilles estuvo toda su vida sometido a pequeñas tentaciones que el Adversario colocaba ante él, para someterlo a la decisión moral que lo llevaría a convertirlo en su servidor. La primera vez que Gilles se regodeó con una muerte humana, cruzó esa línea que lo llevaba a la perdición. Se presenta entonces, cuando menos inquietante, el hecho de que por un momento en la historia de Francia, tanto las huestes celestiales como las hordas infernales lucharon bajo una misma bandera, coincidiendo de una manera retorcida los intereses tanto de cielo como de infierno. Y el Coyote se pregunta, ¿cuántas veces pasa y ha pasado esto a lo largo de la historia?
Siempre cabe una interpretación que sintetice las anteriores. Esto es, que ambos fueron enfermos mentales, que al mismo tiempo se condenaron ante Dios por sus actos. Al Coyote se le erizan todos los bellos del lomo, sólo de pensar las consecuencias de esta posibilidad extrema. ¿Entraría el alma del antaño héroe de guerra y asesino de niños en las moradas infernales, con el temor de encontrarse a la Doncella de Orleans entre los condenados?
Según parece, Dios tenía interés en que el Delfín Carlos de Valois fuese coronado rey de Francia. Lo cual tiene su lógica, dado que durante muchos siglos – y con más vehemencia en la Edad Media –, se ha querido creer en la figura del rey soberano como elegido de Dios, que su poder emanaba directamente de Él. Ejercía su derecho de potestad bajo imperativo divino y demás; de ahí la trascendencia de unas guerras en las que se decidía la sucesión al trono de un reino. Todo pretendiente a la Corona hacía bien en rodearse de teólogos y especialistas en derecho eclesiástico, que pudiesen dar con argumentos no contrarios a la fe para justificar su legitimidad al trono. Esto, cuando no se podían granjear directamente la connivencia con Su Santidad, allá en Roma o en Avignon, donde tocase (porque si te coronaba el papa, aquello podía subir bastante tu caché frente al resto de casas nobles de Europa). De manera que las osadas declaraciones de Juana, y sobre todo que éstas fuesen acompañadas con hechos, empujaron a gran parte de la corte legitimista a creer en ella, y en la posibilidad de la victoria total sobre el perro inglés y el bastardo borgoñón.
El Coyote, haciendo una interpretación psicologista bastante simplona, afirma que posiblemente con Juana pasó un poco como al Quijote. Es decir, que al principio parece que era él quien se creía caballero andante, y con el tiempo la gente a su alrededor comenzó a comportarse como si Alonso Quijano fuese realmente un caballero andante. Se puede decir que cuando Juana partió del pueblecito de sus padres, lo hizo convencida de su misión, y a pocos más convenció de ello; sin embargo, cuando llegó a la corte del Delfín y comenzó a demostrar la veracidad de sus afirmaciones, entonces los nobles empezaron a creer en ella como una enviada de Dios, y Juana ya no tuvo que hacer ningún esfuerzo.
Hubiera sido escalofriante para ella que en aquellos u otros momentos decisivos, sus voces dejasen de hablarle; ¿cómo tomar la decisión correcta, entonces? Tampoco hubiese importado demasiado, según el Coyote, puesto que todos a su alrededor ya le habían asignado el papel de enviada divina, y actuaban en consecuencia. No importaría realmente que Dios aconsejase a Juana cómo alcanzar la victoria, los franceses ya creían en la victoria, porque estaban convencidos de que Dios estaba con ellos, y que su sacrificio hubiera merecido la pena. Juana no necesitó alcanzar la posteridad para convertirse en un arquetipo, en vida ya lo encarnó en su plenitud. Sus actos, por tanto, no eran suyos, y sus decisiones tampoco. Decimos, un arquetipo que ha sido encarnado por muchachas de todo el mundo y en todas las épocas, como por Santa Catalina de Alejandría, Santa Margarita de Antioquía o, más modernamente, por Manche Masemola (esta, creo, sólo ha llegado de momento a beata), y de manera pagana quizá por Andrómeda: Doncellas, santas y mártires.
De hecho, cumplido su divino cometido, esto es la liberación de Francia del yugo inglés, y la coronación del Valois, no sólo dejó de simbolizar la intermediación entre Dios y el hombre, como su mensajera o enviada; pasó a convertirse también en mártir. Pero antes de eso, sería acusada de brujería y herejía, en el proceso inquisitorial llevado a cabo por algunos miembros de la iglesia, y que culminó con la muerte de Juana en la hoguera.
Juana fue capturada por sus enemigos, borgoñones e ingleses, los cuales debían guardar un enconado rencor a la heroína causante de sus derrotas. Se conoce que el ascendiente que debía tener Juana para con el rey, no debió agradar a algunos de los aristócratas de la corte de Carlos VII. De modo que, cuando se corrió la noticia de la captura de la Doncella de Orleans, es bien sabido que éstos no sólo no hicieron nada por liberarla, sino que además influyeron en el joven rey para que éste no movilizase tampoco sus fuerzas para ello. Y todo esto, dio lugar al antedicho proceso, llevado a cabo por el obispo de Beauvais, culminando éste en Ruán, y en una enorme hoguera. En la sentencia, destacaban las acusaciones de “hereje, reincidente, apóstata, idólatra”; la misma Iglesia que relajó a Juana al brazo secular (esto es, que probó que merecía aquel final), algunos años más tarde no sólo rehabilitó su imagen, sino que además tachó de herejes a los jueces que la condenaron – la Iglesia hace lo que puede para quedar bien con todos los poderosos y ser coherente, al mismo tiempo; no siempre lo consigue de manera satisfactoria.
Sin embargo, durante el cautiverio y proceso de Juana, hubo no pocos intentos de rescate; la mayoría, por parte de sus más fieles compañeros. Por supuesto, entre los primeros que abogaron por reunir el mayor número de fuerzas posible, en ayuda de la cautiva Doncella, estuvo Gilles de Rais; la captura y el posterior desentendimiento por parte de los franceses de Juana de Arco, significó un verdadero mazazo para sus convicciones, y para su hipotética creencia en la posibilidad de salvación, ya que a priori (y gracias a Juana) creía haber puesto sus impulsos asesinos al servicio del Bien. Se sabe que, decepcionado, acusó públicamente al rey de no hacer nada por Juana, y como decimos, costeó su propio ejército de mercenarios, sin llegar a ningún lado. De nuevo, la estabilidad que tan precariamente había desarrollado a su alrededor, se desmoronaba como un castillo de naipes.
Gilles lloró amargado sobre las cenizas de Juana, y debió pensar que nada en este mundo tenía sentido, ni merecía la pena, después de aquello. Que no debía haber justicia, ni en éste ni en ningún otro mundo, si Dios había permitido que aquello hubiese ocurrido a la pobre muchacha.
Poco después de estos hechos, se demostraría que lo que llevó a convertir en santa y mártir a Juana de Arco, empujó a Gilles a decidirse por ser el pecador y asesino con que fue conocido en sus últimos años de vida (y que, quizá y muy en el fondo, siempre había sido). Pocos años después de la muerte de Juana, Gilles abandonó el ejército y la vida mundana, pasando el resto de su existencia en sus posesiones de la Bretaña francesa. Allí, según parece, se hundió en la melancolía, con lo cual nada de su vida actual le satisfacía; por esto, comenzó una vida de excesos, donde fue dilapidando la fortuna familiar en costosos festejos y celebraciones, cada vez más atrevidas y desproporcionadas.
Con los sanguinarios y depravados sucesos a que dio lugar en su castillo, Gilles de Rais se convirtió por derecho en uno de los primeros aristócratas sádicos, arrebatados por la ilusión de poder. Aquellos nobles y poderosos, que describiera el divino marqués de Sade tan acertadamente, situados por encima del bien y del mal, y que pensaban que toda la creación sólo existía para ponerse a sus pies y cumplir sus deseos más oscuros de inmediato. Según deja entender Gilles en su propio proceso, lo único que realmente conseguía despertarlo de su apatía existencial era la dominación y el abuso de inocentes, inferiores y débiles. Eso, sin mencionar la atracción malsana que sentía el mariscal hacia las vísceras, y demás casquería, del gusto propio de psicópatas (que, alejado de la vida militar, ya no podía satisfacer).
Por todos los pueblos de la Bretaña, pronto se correría el rumor del peligro en que se encontraban los niños desprevenidos, muchos de los cuales desaparecían sin dejar rastro. Los siniestros servidores del barón de Rais sabían hacer su infame trabajo, y gracias a la seguridad de su castillo, Gilles podía dedicarse a realizar los crímenes más atroces y brutales que su depravada y excitada imaginación podía sugerirle. Como en el caso de la Doncella de Orleans, la leyenda de Barba Azul comenzó a fraguarse durante su propia vida.
Ya se ha convertido en un tópico, según el Coyote, pero nunca está de más, equiparar la figura de Gilles de Rais con la de otra aristócrata medieval, Erzsebet Bathory, de memoria infausta, conocida como la Duquesa Sangrienta. Ambos, huyendo de la idea de que, en el fondo, ellos no son más que mortales y que eso los iguala al resto de la humanidad, se hundieron en una desesperada búsqueda de la inmortalidad, la eterna juventud, cualquier cosa que alejase a la Parca de sus aposentos. Una búsqueda que terminó convirtiéndose en un descenso a los infiernos.
Con los años, sabedor de su vida de crímenes y pecados mortales, pues, Gilles se obsesionó con la posibilidad de alargar su existencia, evitando el momento del juicio postrer (del cual no tenía duda sobre el veredicto). Al principio, lo intentó por medios alquímicos, poniendo a su servicio a sabios alquimistas y astutos embaucadores por igual, y rodeándolos de medios para alcanzar su objetivo. Posteriormente, y convencido de que la sede de su alma inmortal no sería otra que el Hades más profundo, tomó la decisión de pasarse activamente al partido del Malo, por ver si éste le ofrecía a cambio lo que él estaba buscando. Según tenemos entendido, en los archivos históricos de alguna biblioteca francesa, se conserva aún el manuscrito del contrato original que llegó a firmar con el Diablo, bajo consejo de un oscuro hechicero conocido como Prelati.
No debió sentar mal a Barba Azul el hecho de que, como parte del contrato satánico, hubiese de realizar ciertos sacrificios humanos (específicamente, niños y vírgenes). En todo caso, la continua desaparición de infantes en las inmediaciones de sus propiedades, provocó que se llevase una investigación por parte de los hombres del rey. Investigación que terminó con la detención de Gilles, y algunos de sus sirvientes, entre ellos Prelati y otros hechiceros estafadores.
Durante el proceso, Gilles no dudó en confesar absolutamente todos sus crímenes, los cuales conforman una lista de horrores; es posible que él mismo buscase activamente su condena, quién sabe. Finalmente, ésta llegó en la forma de sentencia de muerte destinada a los nobles, la decapitación. Visto que a última hora el hombre pareció arrepentirse sinceramente de todos los crímenes y pecados cometidos, es posible que realmente Gilles no temiese el juicio de los hombres, sino el que pensaba vendría después.
PostData: De entre todas las interpretaciones posibles de los hechos y la vida tanto de Juana de Arco como de Gilles de Rais, el Coyote nos ha obligado a destacar dos de ellas:
1) Interpretación materialista o psicologista: Si aceptamos el hecho de que Gilles de Rais presentaba el cuadro típico de un psicópata (con todo lo que ello conlleva de egocentrismo, supresión de los valores morales, además de ciertas obsesiones morbosas, acompañadas con afasia en los momentos culminantes de sus crímenes), no debemos dejar de detectar una evidente esquizofrenia paranoide en la buena de Juana de Arco (lo cual incluye en muchas ocasiones padecimiento de visiones visuales o auditivas, y estados similares a la afasia). No es hasta el surgimiento relativamente moderno de la ciencia psiquiátrica, que se ha empezado a interpretar a la enfermedad mental como tal; antaño, estos fenómenos de comportamiento ajeno al común de la sociedad, ante su evidente heterogeneidad respecto a la norma, se interpretaban según el paradigma del momento, encajándolo de mejor o peor. No pocos epilépticos han pasado por posesos. Y, en la misma medida, el comportamiento iluminado de Juana no podía ser más que visto como una señal de Dios – o del Diablo, en caso de los jueces que la procesaron - , mientras que la actuación de Gilles claramente era un caso de corrupción satánica llevado hasta el último extremo. Es además curioso el hecho de que, originalmente, la conspiración satánica no fue más que una burda invención de la iglesia medieval (ya se sabe, la amenaza del terrorismo al mundo libre y demás), pero que esta misma conspiración satánica fue interiorizada por muchos en occidente, llegando en ciertos casos a creerse parte de ella.
2) Interpretación espiritualista o religiosa: Supongamos que Juana de Arco realmente fuese una profetisa divina, que los Poderes Superiores efectivamente la utilizaron como mediadora entre Él y los hombres; que esas voces que la guiaban sabían lo que estaba por venir, y simplemente orquestaban la Providencia utilizando a Juana como batuta. Suponer esto nos legitima para suponer que igualmente, Gilles estuvo toda su vida sometido a pequeñas tentaciones que el Adversario colocaba ante él, para someterlo a la decisión moral que lo llevaría a convertirlo en su servidor. La primera vez que Gilles se regodeó con una muerte humana, cruzó esa línea que lo llevaba a la perdición. Se presenta entonces, cuando menos inquietante, el hecho de que por un momento en la historia de Francia, tanto las huestes celestiales como las hordas infernales lucharon bajo una misma bandera, coincidiendo de una manera retorcida los intereses tanto de cielo como de infierno. Y el Coyote se pregunta, ¿cuántas veces pasa y ha pasado esto a lo largo de la historia?
Siempre cabe una interpretación que sintetice las anteriores. Esto es, que ambos fueron enfermos mentales, que al mismo tiempo se condenaron ante Dios por sus actos. Al Coyote se le erizan todos los bellos del lomo, sólo de pensar las consecuencias de esta posibilidad extrema. ¿Entraría el alma del antaño héroe de guerra y asesino de niños en las moradas infernales, con el temor de encontrarse a la Doncella de Orleans entre los condenados?
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Juana de Arco
martes, 18 de noviembre de 2008
La Doncella de Orleans y Barba Azul: Secretos Vínculos (Segundo de Tres)
Como decíamos, Juana procedía de una familia de humildes agricultores, del pueblecito de Domrémy, en la zona de Lorena. Según parece, era la más pequeña de cuatro hijos, y además la única niña. Según el Coyote, la infancia de Juana fue solitaria, y de hecho, su nacimiento no debió ser visto con muy buenos ojos por la familia Darc, una boca más que alimentar y todo eso.
Durante el proceso que la terminó llevando a la hoguera, Juana había declarado que tenía visiones, y en especial escuchaba ciertas voces, desde los trece años; aunque sin duda, debió de tener experiencias semejantes con anterioridad. Aquellas voces (en primera instancia del arcángel san Miguel, y posteriormente por santas y mártires doncellas que la guiaban y alentaban), según contó, la instaron a llevar a cabo la liberación de Francia de los ingleses, y culminar la coronación del Delfín Carlos en la catedral de Reims. Su corta pero intensa vida está repleta de anécdotas legendarias, y algunas revelaciones de la muchacha, llevaron a considerar milagrosa a la doncella, y tocada de alguna manera por lo divino, de tan férreamente convencida que estaba de ello.
Y aquella creencia debió ser muy fuerte, ya que consiguió convencer a todos aquellos hombres, nobles y expertos caballeros, cuya vida era la guerra. Primero consiguió que el comandante Baudricourt le proveyese escolta para llegar hasta la corte legitimista, en Chinon, donde debía dar un mensaje secreto a el Delfín, confiado por Dios solamente a ella. Esta escolta, dos nobles y altos caballeros, la siguieron desde entonces hasta el final, fascinados por el carisma endiosado de la muchacha. Su entrevista con el postulante a rey debió ser significativa, pues quien llegaría a ser Carlos VII le dio toda su confianza. Hasta qué punto son exageradas las afirmaciones de que, prácticamente, dirigió a los ejércitos franceses en tan memorables jornadas, como la liberación de Orleans; o si, por el contrario, tan sólo portaba el estandarte y era más una figura de inspiración, que otra cosa, no podemos llegar a estar seguros del todo. Que la mayoría de los franceses creían en ella, de eso sí podemos estarlo.
Fue, precisamente, en las jornadas del asedio y liberación de la ciudad de Orleans, donde Juana Darc y Gilles de Montmorency se conocieron. Juana apenas era una muchacha de dieciséis años, y Gilles ya era barón de Rais, poseedor de prebendas y numerosos feudos, y en breve llegaría a ostentar el título de Mariscal de Francia. Por aquel entonces, Gilles contaba veintiséis, y llevaba años alimentando la leyenda de su fiereza durante el combate; pues según parece, en el calor de la refriega, frente a la visión de la sangre, o al olor de la muerte, cual berseker, se despertaba en él un irrefrenable ardor guerrero, durante el cual era prácticamente imbatible. Y aunque como alto mando no tenía necesidad, siempre se le podía encontrar en primera fila de batalla, luchando codo con codo junto a sus hombres.

Habiendo nacido Gilles de Rais primogénito de uno de los grandes linajes de Francia, su vida está tan plagada de hechos ominosos, que pareció haber nacido bajo el signo de la maldición. Su mismo nacimiento señala esto: en la así llamada torre negra del castillo de Champtoncé, a orillas del Loira, en la Bretaña francesa. Quedando huérfano muy joven, fue educado por su abuelo en las tradiciones más rancias de la alta aristocracia, y fue proclamado caballero a la edad de catorce años; alrededor de esa época provocó su primera muerte humana (al parecer, un amigo suyo más humilde, con el cual entrenaba), pero su ascendencia lo libró de castigo, siendo todo ello silenciado.
Desde entonces, según se cuenta, se mostró como una persona de talante violento, impetuosa e irreflexiva, de la que sólo se pudo hacer carrera en el ejército. Allí, sus impulsos sicóticos y su agresividad tendrían un provecho más o menos constructivo. De todas formas, para un noble de su época, le bastaba con tener cierta destreza bélica, un buen casamiento, propiedades y un lema que quedase bien en su escudo de armas; no les pedían títulos de marketing, como hoy día. Sí es cierto que, para mantener sus haciendas, algo de previsión económica debían tener, y en esto no parece que destacara precisamente Gilles, más bien al contrario.
Pero, como decimos, Gilles destacaba principalmente por sus cualidades combativas, y aunque de cierta cultura, nunca llegó a considerársele de mucha inteligencia. Con la fortuna familiar, Gilles se hizo con un ejército de mercenarios con los que combatió en las guerras de sucesión de la Bretaña – a favor de los Montfort –, pasando finalmente a formar parte de los ejércitos del Delfín de Francia, el rey legítimo, según la mayoría de los franceses de la época. De hecho, se cuenta a Gilles como uno de los líderes franceses que dirigieron el asedio a la ciudad de Orleans.
Orleans estaba tomada por los borgoñones, aliados con los ingleses, y comandados por el conde de Suffolk, y el asedio duraba meses; la ciudad era punto estratégico clave, que daba control sobre el alto Loira. Aunque años antes los bretones les habían dado para el pelo a los franceses, en la afamada batalla de Agincourt, esta venturosa recuperación de la ciudad, junto con algunas batallas posteriores, dieron la Guerra de los Cien Años por ganada a los legitimistas galos, pudiendo finalmente el Delfín Carlos coronarse como rey en la catedral de Reims (cosa que había predicho Juana, lo cual era efectivamente su objetivo). Tener a Juana de Arco de su parte, dio a los cansados ejércitos de Francia el impulso que necesitaban; si Dios estaba de su lado, no podían perder. Los que creen que Juana literalmente lideró el contingente francés, suelen afirmar de igual forma que Juana, aconsejada por sus voces, incluso participaba activamente en cuestiones estratégicas, junto a los demás mandos. Es de suponer, además, que la presencia de Juana diera lugar a que Gilles se convenciese que, de alguna manera, sus irrefrenables impulsos asesinos tenían realmente un buen fin; como todos saben, Dios escribe con renglones más bien torcidos, y por supuesto inescrutables. ¿Quienes son los mortales para poner en entredicho lo que el Creador dispuso desde el mismo Principio? Los paranoicos, los esquizofrénicos y las personas en general, tienden a justificar su situación actual, narrándose de una determinada manera su pasado, de forma que la realidad se ajuste a los propios delirios y a la propia idea del mundo (y si hace falta forzarla, obviarla, o directamente negarla, pues adelante). Gilles pudo ver aquélla como una ocasión para purificarse, y ganar su puesto en el Cielo, para la otra vida.
De modo que, durante las crudas y violentas refriegas que se provocaron con el asalto de Orleans, tanto Juana como Gilles, así como otros miles de caballeros, soldados y campesinos que el Delfín había puesto a su disposición, se enfrentaron a las fuerzas conjuntas de ingleses y borgoñones; y lo hicieron con tal audacia, temeridad y arrojo que la ciudad fue recuperada y expulsadas de allí las fuerzas invasoras.
Por esta vez, el psicópata luchó del lado de los ángeles.
La conclusión, en la próxima entrega
Durante el proceso que la terminó llevando a la hoguera, Juana había declarado que tenía visiones, y en especial escuchaba ciertas voces, desde los trece años; aunque sin duda, debió de tener experiencias semejantes con anterioridad. Aquellas voces (en primera instancia del arcángel san Miguel, y posteriormente por santas y mártires doncellas que la guiaban y alentaban), según contó, la instaron a llevar a cabo la liberación de Francia de los ingleses, y culminar la coronación del Delfín Carlos en la catedral de Reims. Su corta pero intensa vida está repleta de anécdotas legendarias, y algunas revelaciones de la muchacha, llevaron a considerar milagrosa a la doncella, y tocada de alguna manera por lo divino, de tan férreamente convencida que estaba de ello.
Y aquella creencia debió ser muy fuerte, ya que consiguió convencer a todos aquellos hombres, nobles y expertos caballeros, cuya vida era la guerra. Primero consiguió que el comandante Baudricourt le proveyese escolta para llegar hasta la corte legitimista, en Chinon, donde debía dar un mensaje secreto a el Delfín, confiado por Dios solamente a ella. Esta escolta, dos nobles y altos caballeros, la siguieron desde entonces hasta el final, fascinados por el carisma endiosado de la muchacha. Su entrevista con el postulante a rey debió ser significativa, pues quien llegaría a ser Carlos VII le dio toda su confianza. Hasta qué punto son exageradas las afirmaciones de que, prácticamente, dirigió a los ejércitos franceses en tan memorables jornadas, como la liberación de Orleans; o si, por el contrario, tan sólo portaba el estandarte y era más una figura de inspiración, que otra cosa, no podemos llegar a estar seguros del todo. Que la mayoría de los franceses creían en ella, de eso sí podemos estarlo.
Fue, precisamente, en las jornadas del asedio y liberación de la ciudad de Orleans, donde Juana Darc y Gilles de Montmorency se conocieron. Juana apenas era una muchacha de dieciséis años, y Gilles ya era barón de Rais, poseedor de prebendas y numerosos feudos, y en breve llegaría a ostentar el título de Mariscal de Francia. Por aquel entonces, Gilles contaba veintiséis, y llevaba años alimentando la leyenda de su fiereza durante el combate; pues según parece, en el calor de la refriega, frente a la visión de la sangre, o al olor de la muerte, cual berseker, se despertaba en él un irrefrenable ardor guerrero, durante el cual era prácticamente imbatible. Y aunque como alto mando no tenía necesidad, siempre se le podía encontrar en primera fila de batalla, luchando codo con codo junto a sus hombres.

Habiendo nacido Gilles de Rais primogénito de uno de los grandes linajes de Francia, su vida está tan plagada de hechos ominosos, que pareció haber nacido bajo el signo de la maldición. Su mismo nacimiento señala esto: en la así llamada torre negra del castillo de Champtoncé, a orillas del Loira, en la Bretaña francesa. Quedando huérfano muy joven, fue educado por su abuelo en las tradiciones más rancias de la alta aristocracia, y fue proclamado caballero a la edad de catorce años; alrededor de esa época provocó su primera muerte humana (al parecer, un amigo suyo más humilde, con el cual entrenaba), pero su ascendencia lo libró de castigo, siendo todo ello silenciado.
Desde entonces, según se cuenta, se mostró como una persona de talante violento, impetuosa e irreflexiva, de la que sólo se pudo hacer carrera en el ejército. Allí, sus impulsos sicóticos y su agresividad tendrían un provecho más o menos constructivo. De todas formas, para un noble de su época, le bastaba con tener cierta destreza bélica, un buen casamiento, propiedades y un lema que quedase bien en su escudo de armas; no les pedían títulos de marketing, como hoy día. Sí es cierto que, para mantener sus haciendas, algo de previsión económica debían tener, y en esto no parece que destacara precisamente Gilles, más bien al contrario.
Pero, como decimos, Gilles destacaba principalmente por sus cualidades combativas, y aunque de cierta cultura, nunca llegó a considerársele de mucha inteligencia. Con la fortuna familiar, Gilles se hizo con un ejército de mercenarios con los que combatió en las guerras de sucesión de la Bretaña – a favor de los Montfort –, pasando finalmente a formar parte de los ejércitos del Delfín de Francia, el rey legítimo, según la mayoría de los franceses de la época. De hecho, se cuenta a Gilles como uno de los líderes franceses que dirigieron el asedio a la ciudad de Orleans.
Orleans estaba tomada por los borgoñones, aliados con los ingleses, y comandados por el conde de Suffolk, y el asedio duraba meses; la ciudad era punto estratégico clave, que daba control sobre el alto Loira. Aunque años antes los bretones les habían dado para el pelo a los franceses, en la afamada batalla de Agincourt, esta venturosa recuperación de la ciudad, junto con algunas batallas posteriores, dieron la Guerra de los Cien Años por ganada a los legitimistas galos, pudiendo finalmente el Delfín Carlos coronarse como rey en la catedral de Reims (cosa que había predicho Juana, lo cual era efectivamente su objetivo). Tener a Juana de Arco de su parte, dio a los cansados ejércitos de Francia el impulso que necesitaban; si Dios estaba de su lado, no podían perder. Los que creen que Juana literalmente lideró el contingente francés, suelen afirmar de igual forma que Juana, aconsejada por sus voces, incluso participaba activamente en cuestiones estratégicas, junto a los demás mandos. Es de suponer, además, que la presencia de Juana diera lugar a que Gilles se convenciese que, de alguna manera, sus irrefrenables impulsos asesinos tenían realmente un buen fin; como todos saben, Dios escribe con renglones más bien torcidos, y por supuesto inescrutables. ¿Quienes son los mortales para poner en entredicho lo que el Creador dispuso desde el mismo Principio? Los paranoicos, los esquizofrénicos y las personas en general, tienden a justificar su situación actual, narrándose de una determinada manera su pasado, de forma que la realidad se ajuste a los propios delirios y a la propia idea del mundo (y si hace falta forzarla, obviarla, o directamente negarla, pues adelante). Gilles pudo ver aquélla como una ocasión para purificarse, y ganar su puesto en el Cielo, para la otra vida.
De modo que, durante las crudas y violentas refriegas que se provocaron con el asalto de Orleans, tanto Juana como Gilles, así como otros miles de caballeros, soldados y campesinos que el Delfín había puesto a su disposición, se enfrentaron a las fuerzas conjuntas de ingleses y borgoñones; y lo hicieron con tal audacia, temeridad y arrojo que la ciudad fue recuperada y expulsadas de allí las fuerzas invasoras.
Por esta vez, el psicópata luchó del lado de los ángeles.
La conclusión, en la próxima entrega
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lunes, 3 de noviembre de 2008
La Doncella de Orleans y Barba Azul: Secretos vínculos (Primero de Tres)
En una época como la que nos ha tocado en suerte vivir, donde se declaran actos de pacificación, cuando quieren decir guerras, porque en lenguaje diplomático no suena muy bien llamar las cosas por su nombre (y además se te echa al cuello la opinión pública, o sus ínclitos y arrogados representantes - esto es, políticos, periodistas, sacerdotes y artistas); en una época donde los conflictos bélicos son retransmitidos a escala mundial-global y en tiempo real y duran semanas, o acaso meses. En una época como ésta, en la que estamos inmersos, donde las batallas se libran a distancia, y teledirigidas, decimos, debe sonar bastante extraño y ajeno una guerra que duró cien años.
Cuando algunos, movidos por el prejuicio o la ignorancia, o una mezcla de las dos cosas, se refieren a la Edad Media con la expresión “edad oscura”, seguramente debían estar refiriéndose a cosas como ésta: la Guerra de los Cien Años (1337-1453); una guerra de sucesión que se convirtió en una lacra para Francia, donde principalmente se libraron las batallas más importantes, y que asoló el país durante varias generaciones. Cuando Francia e Inglaterra se enzarzaron en una disputa sucesoria por la corona de Francia, la cadena feudal de vasallaje y casamientos entre distintos reinos, ducados y demás, llevó a media Europa a levantarse en armas, a favor de un bando u otro.
Durante uno de los episodios de esta larga guerra, Castilla tuvo un papel relevante, pues su flota en aquellos momentos era la más importante de Europa, y ambas potencias ansiaban tenerla de su lado. De hecho, en la misma guerra civil de sucesión de Castilla, entre Pedro I, llamado el cruel (también el justiciero, elijan ustedes), y su hermanastro Enrique de Trastamara, llamado el bastardo, tanto ingleses como franceses apoyaron cada uno a un bando, para poder aprovecharse de la armada castellana. En aquella ocasión, los franceses se llevaron la mano, dejando con dos palmos de narices a los ingleses, y de hecho, las naves castellanas asaltaron algunas ciudades portuarias inglesas como Plymouth, Portsmouth, y la famosa isla de Wight entre otras. El Coyote apunta que este episodio adelanta unos siglos el historial de rencores navales entre España e Inglaterra, y de hecho sitúa a los españoles como los instigadores originales de todo aquello, y no justo al contrario, como siempre se ha querido recordar. Vamos, que los súbditos de la Pérfida Albión ya debían guardarnos algo de inquina en la recámara de la memoria, cuando los piratas bajo las órdenes de la perra frígida, Isabel I de Inglaterra, se propusieron adueñarse de lo que los españoles con tanto esfuerzo habían expoliado a los americanos. Y de hecho, la isla de Wight fue uno de los primeros puntos donde las fuerzas imperiales españolas se propusieron volver a desembarcar, para la ocasión de la Armada Invencible.
Volviendo a Francia, cien años de guerra dan para numerosos episodios fascinantes (tal cual la estratégica batalla de Agincourt); de esos que resaltan la miseria y la grandeza del ser humano frente a situaciones límite. Por resaltar sólo dos de las personalidades que protagonizaron algunos actos epigonales, en las postrimerías de tan larga guerra sucesoria: Juana de Arco, la Doncella de Orleans, Santa por la Iglesia Católica, liberadora de la ciudad de Orleans, e inspiración para los cansados ejércitos franceses, y Gilles de Rais, modelo para Barba Azul, bravo militar y héroe de guerra, mariscal de Francia, satanista, terrible asesino de niños, y seguidor de Juana durante los años de la guerra.
De orígenes sociales totalmente dispares (Juana nació en el seno de una humilde familia en el condado de musical nombre de Domrémy; mientras que Gilles fue heredero de una aristocrática familia, al servicio del rey de Francia, o del Delfín legítimo, según el momento de la historia), sin embargo, sus respectivos destinos marcharon a la par durante un momento crucial para la historia del país galo. Pese a que ambos decían moverse por intereses totalmente dispares (una, receptora de las visiones del Cielo; el otro, buscador incansable e insatisfecho de placeres infernales), sin embargo, el momento de su muerte fue en ambos igualmente similar: ejecutados por los poderes terrenales. Gilles, sin embargo, sobrevivió bastantes años a Juana.
Continuará...
Cuando algunos, movidos por el prejuicio o la ignorancia, o una mezcla de las dos cosas, se refieren a la Edad Media con la expresión “edad oscura”, seguramente debían estar refiriéndose a cosas como ésta: la Guerra de los Cien Años (1337-1453); una guerra de sucesión que se convirtió en una lacra para Francia, donde principalmente se libraron las batallas más importantes, y que asoló el país durante varias generaciones. Cuando Francia e Inglaterra se enzarzaron en una disputa sucesoria por la corona de Francia, la cadena feudal de vasallaje y casamientos entre distintos reinos, ducados y demás, llevó a media Europa a levantarse en armas, a favor de un bando u otro.
Durante uno de los episodios de esta larga guerra, Castilla tuvo un papel relevante, pues su flota en aquellos momentos era la más importante de Europa, y ambas potencias ansiaban tenerla de su lado. De hecho, en la misma guerra civil de sucesión de Castilla, entre Pedro I, llamado el cruel (también el justiciero, elijan ustedes), y su hermanastro Enrique de Trastamara, llamado el bastardo, tanto ingleses como franceses apoyaron cada uno a un bando, para poder aprovecharse de la armada castellana. En aquella ocasión, los franceses se llevaron la mano, dejando con dos palmos de narices a los ingleses, y de hecho, las naves castellanas asaltaron algunas ciudades portuarias inglesas como Plymouth, Portsmouth, y la famosa isla de Wight entre otras. El Coyote apunta que este episodio adelanta unos siglos el historial de rencores navales entre España e Inglaterra, y de hecho sitúa a los españoles como los instigadores originales de todo aquello, y no justo al contrario, como siempre se ha querido recordar. Vamos, que los súbditos de la Pérfida Albión ya debían guardarnos algo de inquina en la recámara de la memoria, cuando los piratas bajo las órdenes de la perra frígida, Isabel I de Inglaterra, se propusieron adueñarse de lo que los españoles con tanto esfuerzo habían expoliado a los americanos. Y de hecho, la isla de Wight fue uno de los primeros puntos donde las fuerzas imperiales españolas se propusieron volver a desembarcar, para la ocasión de la Armada Invencible.
Volviendo a Francia, cien años de guerra dan para numerosos episodios fascinantes (tal cual la estratégica batalla de Agincourt); de esos que resaltan la miseria y la grandeza del ser humano frente a situaciones límite. Por resaltar sólo dos de las personalidades que protagonizaron algunos actos epigonales, en las postrimerías de tan larga guerra sucesoria: Juana de Arco, la Doncella de Orleans, Santa por la Iglesia Católica, liberadora de la ciudad de Orleans, e inspiración para los cansados ejércitos franceses, y Gilles de Rais, modelo para Barba Azul, bravo militar y héroe de guerra, mariscal de Francia, satanista, terrible asesino de niños, y seguidor de Juana durante los años de la guerra.
De orígenes sociales totalmente dispares (Juana nació en el seno de una humilde familia en el condado de musical nombre de Domrémy; mientras que Gilles fue heredero de una aristocrática familia, al servicio del rey de Francia, o del Delfín legítimo, según el momento de la historia), sin embargo, sus respectivos destinos marcharon a la par durante un momento crucial para la historia del país galo. Pese a que ambos decían moverse por intereses totalmente dispares (una, receptora de las visiones del Cielo; el otro, buscador incansable e insatisfecho de placeres infernales), sin embargo, el momento de su muerte fue en ambos igualmente similar: ejecutados por los poderes terrenales. Gilles, sin embargo, sobrevivió bastantes años a Juana.
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viernes, 31 de octubre de 2008
Coyote: Año Uno

Pues, si bien el tiempo no es más que una ilusión, otra barrera del ego para mantenernos a nosotros mismos bajo prisión, y sin reactivar todo nuestro potencial... tampoco es menos cierto que este blog que suscribe acaba de cumplir un año de servicios a la comunidad (algo más, es cierto).
El día 23/10, pero de hace un año, publicamos la que quedaría como primera entrada de El Blues del Coyote, que llevaba por título Perro Apaleado – en la que, por cierto, nos quejábamos de que se habían borrado las entradas de la primera semana, o sea que realmente el blog tiene algo más de un año, pero bueno.
Lo tradicional en estos casos es hacer balance del año terminado; pero ni el Coyote, ni el equipo somos amigos de celebraciones artificiales – de hecho, ni siquiera celebraríamos el cumpleaños, de no ser porque coincide con una estupenda fiesta pagana, ésta sí festejable, la de Samain (aunque actualmente ha dado en solaparse con otra fiesta, la de la Calabaza, también bastante artificial y de grandes superficies). Otra tradición bloguera es meter una imagen gif de una tarta y velitas, con una tarjeta con algo así como “Happy birthday”. De esta no vamos siquiera a hacer comentarios.
En todo caso, el tiempo no es realmente una ilusión; más bien sería nuestra manera de percibirlo, la que lo hace ilusorio: creemos que el tiempo no pasa para nosotros, que viviremos eternamente, que somos inmortales. Bueno, lo del Coyote es discutible: su cabezonería lo ha llevado en más de una etílica ocasión a retar a la Dama de la Guadaña, a afirmar que la gente se muere por costumbre, y que él no piensa seguir las costumbres de la mayoría. Luego, le pasamos un cigarro y le ponemos una cerveza en la pata, y se calma un poco, aunque sigue desvariando, pero ya por otros derroteros. Además, esto puede ser así para él, puesto que los arquetipos nunca mueren (está por ver, puesto que a las ideas de Justicia y Verdad no se las encuentra por ningún lado). Pero lo que le ocurra al anfitrión mortal después de que el viejo Coyote parta a otros destinos, eso ya es otra cosa. Y que realmente le importe al Coyote muy otra.
Como en otras ocasiones hemos comentado, el Coyote hace tiempo que topó con su sombra, y se enfrentaron en un épico encuentro. Lo que nunca estuvo tan claro fue quién había ganado; si pudo rechazarla, o si la asimiló aprovechando lo que de bueno tuviera su sombra, o si, como a veces le da miedo admitir, si él fue absorbido por su sombra, o qué. La cuestión es que, últimamente, frente a las evidencias que impone la existencia cotidiana, el Coyote se ha dado cuenta de que hace poco o nada por evitar la influencia de su sombra. Que su vida es como un rompecabezas desordenado al que le faltan piezas; que la espiral de la entropía le persigue allí donde se asienta temporalmente, huyendo de ella precisamente; que bajo sus pies tan sólo hay un inestable cable tendido en el Abismo. Hasta el punto resulta inestable su situación, y todo lo que le rodea se vuelve confuso y caótico con tanta velocidad, que el Coyote ha llegado a amar esa situación. La última patochada que se le ha ocurrido ir por ahí contando, a quien ha querido escucharlo, es que por fin ha llegado a la conclusión de que se ha convertido en un Agente del Caos. Ya que no puede mantener ni tan siquiera una ilusión de orden en su vida, ha decidido ponerse voluntariamente al servicio del Caos. Quienes le hemos escuchado nos hemos hecho todos la misma pregunta, ¿hay que hacer algo, para convertirse en heraldo de la entropía?
Preferimos no preguntarle, porque entonces comenzaría una interminable retahíla sobre la teoría del caos, la nada creativa, y sobre la necesidad de que la estructura permanezca dinámica. Y por ahí, seguro que no. Es nuestro Coyote, y le queremos. Aunque sospechamos que esa repentina querencia por su situación inestable, este buscar ya activamente el caos, esconde un miedo no admitido a cierta Búsqueda que el Coyote lleva eludiendo demasiado tiempo. Como en otras cosas, preferimos no preguntarle.
Loor a Febo Apolo, dios del sol y señor de las Musas, que espanta a las nubes negras y aleja las lluvias.
jueves, 9 de octubre de 2008
Días Aciagos en el País de Yinn

Dedicado a la memoria de lord Dunsany
Con la intención de encontrar aquella ciudad con la que sólo había soñado en otras dos ocasiones, descendí los setecientos peldaños del sueño profundo. Avancé por el camino empedrado de ónice y jaspe, hasta la rivera del Yinn.
Allí un hermoso navío, tripulado por hombres de las razas y nacionalidades más dispares, preparaba su partida. Entre alegres canciones de marinero, cargaban la exquisita mercancía que iba a ser vendida por los numerosos puertos de los que estaba perlado el Yinn. Me acerqué hasta el capitán, un hombre de largas barbas y piel amarilla, que portaba al cinto una enorme cimitarra enfundada en una reluciente y enjoyada vaina. Cuando le propuse que me tomara como pasajero, haciendo resonar el tintineante y abultado contenido de mi bolsa de terciopelo, al principio se mostró reacio; hube de regatear con él durante un tiempo, del que a mi parecer estuvo disfrutando. Según afirmó, no le gustaban bocas que alimentar en el barco, que no ofreciesen su trabajo a cambio. Dos jornadas atrás ya había tenido que aceptar a otro pasajero, y dos bocas más que alimentar, sin ofrecer a cambio trabajo alguno, era demasiado.
Sin embargo, a mitad del regateo, descorrió la cortinilla de los camarotes el otro pasajero. Se dirigió al capitán en la lengua nativa del hombre (que yo desconocía), e intercambiaron unas palabras. Ignoro qué hablarían, pero cuando el capitán se volvió a mí, se mostró dispuesto a aceptarme durante su remonte del ancho Yinn.
Partimos con el ocaso, pues según afirmaron, era de buen augurio emprender los viajes ofreciendo cierta oración a la Diosa que habita en la cara oculta de la luna. El sol teñía de rojo anaranjado la calmada superficie del río, que a la altura de su desembocadura en el Mar Meridional se mostraba aún más inmenso, y casi había que fruncir el ceño para ver su otra orilla. Una bandada de ánades alzó el vuelo, en su acostumbrada formación triangular, y casi podía parecer que se despedían de nosotros en nuestra subida al interior; mientras, el cielo tornaba en ese color entre rosáceo y violeta, que antecede a la noche. Los hombres entonaron la plegaria a la Diosa de la cara oculta de luna, cantando casi en un susurro en la quietud del anochecer, mientras desplegaban la vela y realizaban sus labores con sumo respeto y cuidado. El hermoso barco estaba construido de madera de sándalo, y su envolvente perfume me resultaba embriagador. El otro pasajero se encontraba contemplando el horizonte, en la otra punta de la cubierta. Fumaba una larga pipa, que encendía constantemente, mientras su miraba indicaba que su atención estaba puesta en otra cosa, mucho más lejana.
Pregunté al capitán, intrigado por la historia del otro pasajero. Por su aspecto, al principio pensé que debía ser otro soñador en busca de la desconocida Kaddath; sin embargo, su conocimiento del raro idioma del capitán me hizo dudar, quizá realmente fuese un nativo de las Tierras del Sueño. Pero el capitán no supo aclarar mis dudas, ni tan siquiera se le conocía su nombre, pues todos le llamaban simplemente Coyote. Pero a nadie le había quedado claro si es que era un sacerdote del dios-Coyote, o que ese era su tótem-guía, o que el espíritu-Coyote había tomado anfitrión carnal, o es que no era más que un nombre. No hablaba con claridad de sus intenciones, pero aparentaba ser bastante experto en remontar el Yinn.
En el barco los días pasaban de la misma forma que caen las hojas del alisio en otoño. A ambos lados del río, las selvas de heliotropos y rododendros se hacían cada vez más extensas, y los pájaros de vistosos colores cantaban, mientras pequeños monos de pelaje variopinto chillaban a coro. Gracias a la narcótica monotonía que imponía la rutina de la labor marinera, pude intimar con el otro pasajero, aquel que llamaban Coyote. Sin embargo, aunque tomamos bastante confianza, e incluso compartimos el aromático tabaco que fumaba continuamente en su pipa, nunca pude aclarar si realmente se trataba de un soñador, o si provenía de alguna otra esfera. Su charla, aunque entretenida, era confusa, y cuando hablaba de sí mismo siempre lo hacía con misterio. Parecía conocer bastante bien las ciudades por las que habíamos de pasar, y gracias a sus consejos, en cada una de ellas supe dónde y a quién debía preguntar, para encontrar el camino a la ciudad de mis sueños.
En ocasiones, el capitán nos ofrecía con su presencia, invitándonos a un exquisito licor del que tenía unas preciadas botellas. Conocido como vino lunar, tenía un matiz ambarino, y su sabor y aroma, aunque un poco fuertes, resultaban deliciosos. Tenía un efecto levemente euforizante, y tendía a provocar largos soliloquios; así, escuchamos relatar al capitán sobre cosas de las que ni se le ocurriría hablar en cualquier otra ocasión. Así, pude saber del monte Ngranek, donde se dice está esculpido un enorme rostro a imagen del rostro de los dioses; y nos contó de las negras galeras que arriban al puerto de Dilath-Len, la ciudad de basalto, donde hacen oscuros negocios, pagando con enormes piedras preciosas que no se encuentran en ningún lado entre la Tierra de los Sueños; y lo más terrible es que nadie había visto nunca a los remeros que con tanta eficacia conducían aquellas galeras. También mencionó los vagos rumores sobre la reunificación de los clanes ghul, pues se decía había aparecido entre ellos un K´luk k´lurrg o Príncipe. Se decía también que, como cantaban sus gestas, sería enviado en una importante búsqueda. Pero de los rumores que corrían sobre los ghul entre los hombres siempre son confusos y equívocos, pues, ¿quién se atreve a internarse por las lóbregas criptas de Zin, en el terrible valle de Pnath? El Coyote asentía en silencio a las confidencias del capitán, tras la espesa cortina de humo de su tabaco de pipa. De fondo, los marinos cantaban nostálgicas canciones, rememorando la belleza de las muchachas de su tierra natal.
Y en nuestro lento y calmoso ascenso del Yinn estuvimos en la luminosa Ulthar, ciudad de los gatos; visitamos la espléndida Belzoond, de minaretes recubiertos en plata; en Sarnath, la orgullosa, contemplamos con horror la profecía o advertencia de su terrible Maldición – que apareció grabada en el altar de crisolita, de manos del agonizante sacerdote Taran-Ish, hace ya tantos siglos que los propios habitantes de Sarnath ya casi la habían olvidado (o como mucho lo tenían como mera anécdota legendaria).
El Coyote me contó que la ciudad había ganado aquella maldición por la destrucción de la cercana ciudad de Ib, poblada por una abominable raza que vino de las estrellas, y que adoraba a un terrible dios lagarto llamado entre ellos Bokrug. Aquella maldición ya había caído sobre Sarnath en el pasado de la Tierra de Vigilia, pero sin embargo una imagen onírica de la ciudad se había asentado en las Tierras del Sueño, pues todavía era rememorada por algún soñador ocasional de siglo en siglo, y la terrible historia de su maldición se repetía cada vez. Salimos de allí con el ánimo sombrío, pues los habitantes de Sarnath continuaban su vida cotidiana, ajenos a la terrible venganza que había sido decretada por un dios extraterrestre.
Y cierto amanecer de horizontes ambarinos, arribamos al puerto de la hermosa Perdondaris, rodeada de altas murallas taraceadas. Perdondaris había sido edificada en torno a un edificio de dimensiones ciclópeas que todos llamaban el Templo, que ya llevaba allí incontables eras abandonado. Nadie se atrevía a acceder al Templo, pues los que lo habían hecho habían desaparecido en su interior sin dejar rastro, o habían regresado con la cordura hecha pedazos para siempre. El Primer Soñador había llegado hasta las mismas puertas del edificio en una ocasión, pero antecediendo la terrible revelación, prefirió salir huyendo. No es de extrañar, puesto que las dos hojas de la enorme puerta del Templo están hechas de reluciente y pulido marfil. Pero cada una de ellas está formada por una sola pieza de marfil. Tan sólo imaginar el colosal tamaño de la criatura de la que habían extraído tal diente lo empujó a alejarse de allí inmediatamente. Sin embargo, yo sabía que en su interior se hallaba una indicación vital para hallar la ciudad de mis sueños, de manera que estaba decidido a no dejar que me afectase la impresión que me causaba cruzar aquel terrible umbral.
El interior era totalmente distinto a cualquier edificación que yo hubiese conocido, aunque había inquietantes semejanzas. Todo estaba construido a una escala colosal, monstruosa; y sus arquitectos sin duda debían tener una manera de pensar y de experimentar el espacio de manera radicalmente distante a la humana. Sentí el impulso de salir corriendo de allí en un par de ocasiones, pero mi determinación de encontrar la ciudad de mis sueños era más fuerte. En las paredes y columnas que se elevaban hacia lo alto, había grabados bajorrelieves representando criaturas desconocidas y obscenas, realizando acciones extrañas, y en todas partes había símbolos que despertaban en mí instintos que llevaban reprimidos e inconscientes en el ser humano desde los albores de la civilización. Conforme avanzaba por largos pasillos que no llevaban a ningún lugar, y atravesaba enormes salas de absurda disposición, una terrible idea se formaba en mi cabeza: No sólo las puertas del Templo habían sido construidas con partes del cuerpo de aquella titánica criatura; todo el edificio utilizaba los enormes huesos de aquel ser venido de tiempos lejanos y extraños. Mirando la amplia bóveda, más alta que una montaña, no podía evitar la sensación de que estaba formada por sus gigantescas costillas. Las dimensiones de aquel ser eran impensables, y el ingenio de los constructores del Templo debió ser arriesgado, y sus intereses aún más impenetrables.
A pesar de todo, el ambiente que emanaba de aquellos extraños salones era el de algo que lleva muerto demasiado tiempo. El polvo y el tiempo se habían instalado en sus espacios, y era evidente que ya nadie realizaba ningún tipo de ritual allí. Y aquello era de agradecer, por otro lado, pues los Dioses a los que allí se ofrecían sacrificios y plegarias no debían ser otra cosa que Exteriores. Finalmente, avanzando por un pasillo que a mí se me parecía la columna vertebral, alcancé la sala principal, cuyo coro al fondo, completamente de marfil, sin duda estaba confeccionado con el resto de la dentadura. Y en el centro, enorme y abotargada en una suerte de altar o trono, la criatura más inverosímil que podía haber imaginado nunca.
Horrorizado, comprendí que se trataba de la única parte del titánico cuerpo con que había sido construido el Templo, que aún permanecía con vida. Podría jurar que tenía la forma de un desproporcionado bulbo raquídeo pegado a una colosal médula, y usaba parte de sus enormes terminaciones nerviosas como órganos sensitivos, así como medio de comunicación. Dirigió uno de sus tentáculos, o dendritas o lo que fuese, directamente a mi frente, y lo colocó en el centro. Entonces supe. Había sido adorado como un dios, durante eones, hasta que la raza que construyó aquella catedral desapareció. Con el tiempo, abandonadas las plegarias, la criatura entró en un olvido parecido al letargo, hasta que llegué a ella. Su nombre es impronunciable, y sería mejor que pasase al olvido.
Me dijo Palabras que nunca podré olvidar, y que plagarán mis noches de pesadillas durante el resto de mi existencia. También me dio las instrucciones claras y precisas de cómo alcanzar la ciudad de mis sueños.
Lo triste es que, con lo que ahora sé, ya de poco consuelo me servirá volver a caminar por sus calles sinuosas y disfrutar de sus frescas fuentes.
Consternado, abandoné el Templo y me dirigí al barco, que me aguardaba para continuar nuestra marcha. Con las primeras estrellas de la cálida noche, proseguimos nuestro viaje a las fuentes del Yinn.
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