En primer lugar, reconocer un tremendo error de precisión que cometimos en la última entrada. No fueron miembros de la OTO, u Ordo Templi Orientis, en su célula de Berlín, quienes en 1933 alardearon de tener entre sus posesiones un ejemplar del Liber Hyperboreas, sino que éstos fueron más bien miembros de la aún más tenebrosa Sociedad Thule, o Thule Gesellshaft. En segundo lugar, no fue en la revista francesa Études Mythologiques donde se realizaron las declaraciones; éstas se hicieron en el órgano de expresión völkisch, Ostara (revista publicada por George Lanz von Liebenfels, elemento también conocido por la publicación de una obra con el título: La Teozoología o los Simios de Sodoma y el electrón de los Dioses, que al parecer inspiró en parte a los jerarcas nazis – claro, todo lo que pudiera aprovecharse, como justificación para el antisemitismo, era bienvenido... narices, si hasta se atrevieron a profanar la memoria de ese loco sagrado que fue Friedrich “Zarathustra” Nietzsche).
Respecto a las supuestas invocaciones que la célula de Berlín intentó a lo largo de aquel año, tenemos datos más concretos acerca de sus resultados.
El viejo Coyote ha tenido a bien proporcionarnos algunas notas personales que nos han aclarado un poco más este punto. Hay que decir que el Coyote es adepto de la práctica de escritura automática, y aunque normalmente suele ser bastante reticente con lo que nos da a leer, en este caso ha sido generoso. A continuación la reproducimos, con las consiguientes correcciones gramaticales y de ortografía:
“El lugar: Berlín, un callejón del barrio antiguo. El momento: Noche especialmente oscura, 27 de febrero de 1933.
Aquel tipo andaba con mucha prisa; casi corría. De cuando en cuando, al llegar al recodo de una bocacalle, se paraba para echar un vistazo atrás. Tenía unos ademanes que delataban un nerviosismo extremo.
Desde luego, si su intención era huir de alguien, o ponerse a salvo de alguna manera, metiéndose de cabeza en callejones oscuros y abandonados no iba a conseguirlo.
Agarraba algo con fuerza, como si de mantener aquel bulto envuelto en lienzo muy cerca dependiera su vida. Doblaba una esquina a la derecha; luego a la izquierda, y de nuevo a la derecha. Mientras avanzaba, sin pararse muy bien a comprobar a dónde se dirigía, no podía evitar hacer recuento.
Müller, muerto; Axel, muerto; von Doom, muerto. Por supuesto, también estaba la médium, frau Helga. Pero ella era una mujer, y en el gran esquema de las cosas era irrelevante.
Del gurú Swami Chandraguptra y von Lanz nada parecía saberse. Quizá también hubiesen escapado.
Pero lo importante era que él tenía el libro. En el tumulto, cuando los asistentes a la invocación empezaron a convertirse en amasijos de carne, con los sesos saliéndoles por los oídos, cuando cayó la vela y se propagó el incendio, él, y sólo él, fue el único que tuvo la genial idea de salvar el libro.
Salió corriendo, sin mirar atrás, quitándose de encima a aquellos que, aunque seguían dando espasmódicas brazadas al aire, en realidad ya estaban muertos. Llegó a las escaleras, y las saltó más que otra cosa. Esquivó a un vecino que se asomaba, extrañado por los ruidos. Escuchó, pero no miró atrás, cómo chocaba el fofo cuerpo inerte de aquel hombre contra el suelo; probablemente muerto. Pero no perdió más tiempo en su memoria; sólo un objetivo en su mente: huir. Huir con el libro.
Huir, sin mirar atrás.
Al menos, ese era el plan que había esbozado apresuradamente y de cualquier manera.
Por supuesto, parte imprescindible de cualquier plan que se lleva a cabo es ignorar algunas veces el plan. Sobre todo en lo que se refería a mirar atrás.
Claro que aquella fue la última vez que tuvo oportunidad de saltarse el plan.
La última vez que miró hacia atrás.
Ya tenía a la vista el resplandor de las farolas de Postdammer Platz, el arropador cobijo de la multitud. A esas horas de la noche aún estaría llena de bohemios, trasnochados y amantes del cabaret. Había puesto toda su esperanza en que alcanzar la muchedumbre sería su salvación.
Pero, cual esposa de Lot en la destrucción de Sodoma, nuestro sujeto, vislumbrando ya el resplandor de las farolas de la avenida y pensándose ya a salvo, no pudo evitar echar la vista atrás.
A sus espaldas otro tipo de resplandor (quizá más ectoplásmico) le sobrevenía callejón abajo. Una figura desvaída elevada a una altura considerable. Envuelta en una neblina que asemejaba una larga túnica, la figura le miraba directamente a los ojos – aunque aquellos ojos emitían una potente luz propia.
El libro envuelto en lienzo cayó al suelo. Pronto, le siguió un cuerpo inerte (un cadáver), expulsando sangre por todos sus huecos craneales.
Ningún mortal osa despertar a Qarnis Qum, sin terribles consecuencias”
Aquella noche ardió el Reichstag.
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