viernes, 25 de noviembre de 2011

Acercamiento a la Psicología Coyotil



Escucha nuestro Viejo Coyote el ulular del viento invernal; se enciende otro infecto cigarrillo, entre toses bronquíticas, y se arrebuja en su mullido pelaje. La lámpara de queroseno ilumina pobremente su estancia, apenas un círculo de luz a su alrededor, y al resto de la habitación sólo consigue poblarla de sombras funestas, formas huidizas, y casi se diría que la habitación al completo palpita y baila al compás del titilar de la llama encendida.

Pero el ojo de la mente del Coyote se encuentra lejos, muy lejos de allí.

Al poco, al ulular de la ventisca de fuera se suma a coro el silbido del calentador de agua, avisando de que ésta ha llegado al punto deseado. Con crujir de huesos y lastimeros quejidos, nuestro Viejo Coyote se levanta a duras penas del escritorio y consigue prepararse una infusión, cuyo calorcito siente cómo se abre paso en su interior, y cae en el estómago, reconfortándole brevemente.

Vuelve al escritorio, toma la hoja y lee lo que lleva anotado:

Me ha recetado el médico – bueno, es de medicina interna, de hecho, es una voz interiorizada de mi yo subconsciente, que me impele – que no deje de escribir, aunque sea un rato, todos los días; que es un buen ejercicio para desentumecer la relación idea-palabra-escritura, de forma que cualquier idea que sobrevuele mi desecado cerebro pueda ser atrapada “al vuelo” por las redes de los conceptos, y extraída hacia el texto escrito. Por supuesto, esto no deja de ser un reduccionismo, en el sentido de que la idea, como tal, sigue por ahí, rebotando por los amplios huecos de mi cabeza hueca, inexpresable per se; las ideas siguen vivas y migran de mente en mente, como parásitas: las palabras, como mucho, pueden dar una imagen aproximativa, pues lo que queda de la idea, una vez ha sido con-formada por las palabras que la atrapan en sus redes, es un triste atisbo de la idea original. Esto, por supuesto, si lo imaginamos desde la perspectiva teórica de un Kant simplificado, ya se sabe: intuición es ciega sin concepto, así como concepto es vacío sin intuición. Preciosa imagen – o todo lo preciosa que puede llegar a ser, claro –: la del bueno de Inmanuel, con su peluca empolvada y sus chorreras y sus bordados dorados, lanzando al aire la red del concepto para atrapar y dar forma a las intuiciones, que vuelan con libertad… a priori, claro: no todas las ideas vuelan, y de hecho algunas más bien vierten plomo en los cerebros donde dan en instalarse, cual peligroso parásito mental: porque no hay mayor peligro, en el terreno de las ideas y de los valores morales, que la inamovilidad, traducida en cerrazón. Ideas muy peligrosas, que no sólo son parasitarias, sino que cual cría de cuco, expulsa del nido a cualquiera otra que no se parezca a ella y que, por tanto, no sean ella.

Eso, por supuesto, mirándolo desde la perspectiva del pesado de Köenisberg. Y es que Kant nunca me ha caído muy bien precisamente; no es que no reconozca su relevancia, por supuesto, e incluso, como he dicho un poco más arriba, una versión simplificada y quitándole mucha morralla y mucho tecnicismo y, de hecho, violentando su teoría hasta el punto de que ni el mismo la reconocería, puede aportar una visión interesante de la supuestamente irreconciliable lucha entre razón y creencia o, como he dicho más arriba, entre concepto e intuición. Claro está que las intuiciones, por sí mismas, todo lo más, podrían alcanzar la categoría de imágenes, que se presentan a nosotros, pero sin ser expresadas de forma explícita; para que la intuición tenga efectividad, habría entonces que darle forma expresable, manejable, comunicable; digamos, instrumentalizable. Sólo podemos evocar ideas e imágenes de la intuición dotándolas de un cuerpo conceptual que las sostenga, de lo contrario, si intentásemos comunicar nuestra intuición sin traducirla a un lenguaje común, todo lo más, supongo, llegaríamos a producir algunos lastimeros quejidos, o el clásico chillido de frustración que suelen emitir los chimpancés.

No obstante, y me parece que la teoría estética de Kant no iba por este camino, o si lo hacía – que ya no lo recuerdo bien – lo explicaba de tal forma que no logró un servidor llegar a entenderla del todo – es lo que tiene un desecado cerebro quesiforme –, se puede llegar a entender la especial situación de los artistas, abusando de Kant un poquito más. Si el artista es alguien que busca expresar de nuevas formas las intuiciones que le sobrevienen, y que carecen hasta ese momento de concepto comunicable que las pueda dar a luz, con la obra de arte, consiguen crear nuevos modos de expresar las intuiciones, creando a la vez el “concepto” que las hace, de alguna forma, comunicable. Los artistas, entonces, serían algo así como una especie de psiconáutas pioneros, que rebuscan en su subconsciente, y experimentan con las técnicas propias de su disciplina artística, o crea nuevas técnicas de expresión si éstas no le permiten expresarse, para dar a luz aquellas impresiones e intuiciones que, con los medios comunes del lenguaje conceptual, son imposibles de expresar sin reducirlas considerablemente. Por no abusar con ejemplos, sólo mencionaré la expresión poética, sin la cual sería imposible describir ciertas sensaciones y sentimientos que, de mencionar escuetamente su nombre propio, quedan un poco, como decirlo, tristes y desangelados; no es lo mismo, con las armas de las que el arte dispone y va creando con el paso del tiempo, evocar la inasible sensación de melancolía, ese nudo en la garganta, esa...

Se interrumpe, pues escucha con clara nitidez cómo alguien (o algo) araña la puerta de su estancia, con insistencia. Abre y no descubre a nadie; extrañado, mira a sus pies, y un gato naranja atigrado le mira muy serio, lanzándole un débil maullido. El Coyote no puede evitar reírse a carcajada suelta, y los ecos de su risa resuenan pasillo abajo. No podía sospechar que el pequeño gato que ha decidido hacerle compañía en el mundo de vigilia podía llegar también a seguirle hasta allí, hasta una de las casas-entre-mundos. Sin mayor protocolo, el gato entra en la habitación, la inspecciona, olisquea los rincones y, finalmente, decide que el lugar más calentito de la sala es junto a la estufa, a los pies de la desvencijada mesa que hace las veces de escritorio improvisado para nuestro viejo Coyote.

Recuerda que el soñador de Providence aseguraba que los gatos “son los únicos que conocen las regiones misteriosas, y que los más viejos las visitan a escondidas, por la noche, saltando a ellas desde los más elevados tejados. En verdad, es a la cara oscura de la luna adonde van a saltar y retozar por las colinas, y a conversar con sombras antiguas”. Con un escalofrío que le recorre la columna y le eriza el pelaje rememora las veces en que el inocente felino se queda embobado, mirando fijamente en un punto aparentemente al azar, y la parte escasamente racional del cerebro del Coyote quiere creer que aquello en lo que el gatito se fija no es más que una pelusa llevada por la corriente, acaso un insecto de vuelo distendido.

El viejo Coyote vuelve a su vez al escritorio; el gatito se estira arqueando el lomo y emitiendo un bostezo que casi pareciese que le desencaja la mandíbula. Antes de enroscarse sobre sí mismo y empezar otra siesta, mira fijamente al Coyote, con ese expresivo mutismo que parece decirlo todo.

Entonces se acuerda: aunque en las casas-entre-mundos el tiempo discurre a ritmos completamente ajenos al objetivo discurrir del tiempo en el mundo de vigilia, es consciente de que, a duras penas y luchando contra su irreprimible desidia, este blog que suscribe ha conseguido alcanzar el siguiente hito: cuatro años de desvaríos y cuestiones heterogéneas.

Desde la ventana de su habitación observa la nada entre mundos, que toma caprichosas y desvaídas formas, que en el momento de localizarlas ya se están diluyendo para dar forma a otros sueños en otros mundos.

El viejo Coyote enciende distraídamente otro cigarrillo y sigue escribiendo.

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