"Which being known unto the officers of the inquisition, they conveyed him laden with irons from thence to a city called Seville, into a more cruel and straiter prison called Triana, where the said fathers of the inquisition proceeded against him secretly according to their accustomable cruel tyranny, that never after he could be suffered to write or speak to any of his nation: so that to this day it is unknown who was his accuser..."
The Execrable Inquisition of Spayne (Book of Martyrs), 1554, John Foxe
The Execrable Inquisition of Spayne (Book of Martyrs), 1554, John Foxe
Dado que este de la Inquisición o Santo Oficio es tema recurrente y, casi, obsesivo, la conclusión de esta serie de entradas de El Blues del Coyote no es más que una conclusión temporal. Ya tornará sin lugar a dudas nuestro Viejo Coyote a estas costas, empujado por las corrientes del proceloso océano de la memoria, no con nostalgia, cuidado, sino con un sentir que a veces puede confundirse con sentido del deber - aunque, conociéndolo, sería más cercano a un sentido de la revancha (y, también, a qué negarlo, por un levinasiano "ponerse en la piel del otro", que es el único fundamento válido de toda ética: el Otro - eso, si es que la ética ha de tener algún fundamento y no reconocemos que no es más que un constructo meramente humano, claro). Eso por no recordar lo señalado en anteriores entradas: que no por mediar tres siglos entre los hechos ocurridos y el presente, han de perder su cualidad de infamia - y más, sabiendo que la institución madre de la que es deudora permanece en activo actualmente, e incluso que la propia Inquisición, pero con otro nombre, continúa su actuación censora y represora.
Por ello, damos a imprenta esta última parte de la "Nota Sobre el Santo Oficio o Santa Inquisición", donde desvelamos las vicisitudes de otro desgraciado procesado por el Santo Oficio, éste de final más dramático que en el caso de la anterior entrega.
2. El Pirata
Año de 1720: Se procesa a un tal fray José Díaz Pimienta, natural de la parroquia habanera de San Juan de los Santos; hijo de un hidalgo vizcaíno y una criolla, ambos cristianos viejos y de la nobleza, a la edad de 15 años es ingresado con el hábito de los hermanos mercedarios en un convento en Cartagena de Indias (Colombia, aunque por aquella época todavía se la conocía bajo la adscripción administrativa de "Virreinato de Nueva Granada"). Ya en los años de noviciado fray José hubo de hacer intento de escaparse al menos en tres ocasiones, por quedársele estrechas las paredes del convento; sin embargo, a la vuelta de la tercera escapada, tomó los hábitos, y le fue encomendada la compañía del así llamado "padre procurador general de la Redención".
No se piense aquí que con esta redención se referían a la de las almas pecadoras, no: antes bien, se refiere a la ocupación de "rescatador de cautivos", a la vieja usanza; entiéndase, (y mal que nos pese) nada de comandos de mercedarios asaltando la Île de la Tortue con nocturnidad, antes bien, era el encargado de liberar a cautivos por los numerosos piratas, corsarios y demás, ingleses, holandeses y franceses que pululaban por entre los mares de Europa y las Indias, acordando un precio por dichos rescates.
Es de suponer que fue en estas negociaciones cuando trabó contacto nuestro fray José con el mundo de la piratería por vez primera; y es de suponer también que aquel debió resultarle mucho más atractivo que la tediosa vida de clérigo, pues a poco que el padre redentor falleció, y habiéndosele concedido el cargo antedicho, no dudó en malversar una y otra vez los fondos de rescate, de modo que "en breve tiempo gastó la mayor parte del caudal de los cautivos en vicios y maldades" (sic). Sin embargo, enterado fray José de la llegada desde España de cierto vicario general, y temiendo las seguras consecuencias de una fiscalización de la caja, se decidió a saltar definitivamente el muro del convento, acompañado por seis mil pesos que "tomó prestados".
Aquí es donde comienza realmente el periplo de fray José; pronto se desplaza hasta Curaçao, isla del Caribe colonizada por holandeses y, sobre todo, refugio de numerosos judíos sefardíes que, habiendo sido expulsados primero de España y posteriormente de Portugal, hallaron en esta isla la célebre tolerancia religiosa de la que siempre han hecho alarde los holandeses. De hecho, Curaçao se precia de tener la sinagoga en activo más antigua del mundo. Así pues, en ésta fray José abjuró de su fe cristiana, y se convirtió a la ley de Moises, siendo circuncidado con todos los ritos preceptivos, y tomó el nombre de Abraham Díaz Pimienta. A partir de este momento da comienzo la carrera de aventurero y pirata, que debía ser más afin a su vocación natural que la de eclesiástico.
Por resumir las más llamativas, de entre las numerosas tribulaciones que pueblan el testimonio de su vida, al Coyote le gustaría señalar especialmente: la ocasión en que, asaltando un navío de la corona castellana, se le propinó tal alfanjazo en pecho y barriga que las asaduras se le desparramaron, y hubo él mismo de sujetárselas e incluso guardó la entereza suficiente como para malcoserse él mismo el enorme tajo. Sólo poco después fue apresado, y de una cuchillada le cortaron la nariz, dejándole sin duda un rostro no poco llamativo. En esta ocasión fue llevado a Cartagena, siendo allí mismo procesado por el Santo Oficio, y penitenciado con sambenito, condenado finalmente a destierro de aquel reino, y enviado a España, donde debía pasar el resto de sus días recluso en un convento de su antigua orden. En el navío que había de llevarlo, a lo que parece, fray José/Abraham no paró de insultar y blasfemar contra todo orden sagrado, hasta tal punto que los siempre supersticiosos marinos tentados estuvieron de lanzarlo por la borda, no fuese a despertar la justa ira divina.
Una vez en tierras ibéricas, aún tuvo ocasión de vivir un par de aventuras, como cuando se escapó de la prisión donde había sido encarcelado mientras le daban un destino definitivo, según cuentan "rompió la pared maestra" (Virgen Santa, ¿de qué estaba hecho este hombre?), dejando a los señores alguaciles una nota indicando que se daba a la fuga por causa del mal trato que allí había recibido. Poco después vuelve a saberse de él, puesto que le dio por presentarse en el convento de su orden (la Merced, como se recordará) que hay/había en Jerez de la Fra.; es de suponer que, en el tiempo que pasó entre su fuga y la vuelta al redil, lo gastó en zascandilerías propias de truhán, y que probablemente, viéndose sin un real, sin oficio ni benefició, al menos en el convento tendría sopas de coscorrones a diario.
Pero ahí no acaba todo, puesto que durante todo el tiempo, fray José/Abraham no sólo no dio muestras de arrepentimiento, sino que se dieron numerosas y testificadas ocasiones en que aseguraba que la ley de Moises era la verdadera. Tambien hubo veces en que aseguró que la crueldad del Santo Oficio era mayor que la de los piratas, que él tenía bien conocidos. Súmese esto a los numerosos intentos de pedir dineros a notables hombres de conocida ascendencia judeoconversa, documentados por las cartas que les envió (lo que, en la interpretación del nunca suficientemente loado don Julio Caro Baroja, era una forma de extorsión). Se asegura, incluso, que envió cartas, desestimadas por silencio, a S. M. solicitando el concurso de dinero y fuerzas para acometer la conquista de Curaçao, a la que parece empezó a guardar inquina, culpando a su conversión al judaísmo de todos sus males. Aunque a nuestro viejo Coyote más bien le parece que eso no era más que una forma de racionalizarlo, y que la actitud de fray José/Abraham durante todo el tiempo había sido más bien tendente a la autodestrucción, por no decir suicida (o sea, un aventurero)...
Esto dice el propio Fray José/Abraham en la posdata de la carta que envió al comisario de Jérez:
".. bien sé que he de morir quemado, y que he de ir preso, y me admira como no me han llevado ya al Tribunal para dar mil vidas en el fuego."
Esta actitud, claro está, provocó que fuese convocado un nuevo proceso en su contra; proceso que hubo de posponerse, pues fray José/Abraham, temiendo el resultado, huyó por enésima vez del convento, después de remitir la antedicha carta. En un primer momento buscó en Cádiz un barco inglés que lo llevase a Londres; el capitán a quien se lo solicitó, horrorizado por las consecuencias de ser descubierto en su barco, le aconsejó que se dirigiese mejor a Lisboa, donde seguramente le sería más fácil alcanzar su destino.
El Coyote nos obliga a injertar dos incisos:
Inciso Primero: sobre Cádiz como puerto de Indias, y puerta al mundo; este título, que poseyó anteriormente la ciudad de Sevilla, pasó a Cádiz después de que en la capital hispalense aconteciese la mayor epidemia de peste bubonica que haya sufrido la ciudad, allá por 1649. No es baladí, pues se cuenta que barrios enteros quedaron vacíos, diezmada la población casi en la mitad (aunque al Coyote le han llegado noticias mucho más exageradas y escalofriantes sobre la mortandad en la ciudad, de que casi alcanzó al 80% de la población); y, como anécdota necrófila, señalar que el insigne imaginero jiennense Martínez Montañés fue uno de los más conspicuos de entre las víctimas de la peste. Se entiende entonces, el que se declarase la cuarentena, y que los numerosos barcos provenientes de todos los rincones del planeta terminaran siendo desviados a Cadiz. Enarbolando su titulillo de Urbanista Psicogeográfico de pacotilla, el Coyote teoriza sobre el hecho de que la mayoría de edificios históricos más notables, eclesiásticos, civiles y palaciegos de Sevilla son del siglo XVII para atrás, mientras que en Cádiz (catedral incluida) los que mayormente destacan datan del siglo XVIII en adelante; se aprecia claramente en sus edificaciones en qué época se benefició con el tráfico de Ultramar cada una de las ciudades. Aunque, bien es cierto, la posición claramente más al descubierto de Cádiz ya la había expuesto al asalto de piratas y corsarios, al contrario que Sevilla, a resguardo en el acogedor y ancestralmente matriarcal valle del Guadalquivir.
Inciso Segundo (con que insiste el Coyote en aburrirnos): versa sobre la especial situación de los navíos ingleses y en general provenientes de países protestantes, en el comercio y trato con España. De cara a la política internacional, España siempre había estado en guerra con los países de influencia protestante; desde el punto de vista de la Inquisición, por supuesto, todo luterano era tratado como hereje, y merecía la redención de su espíritu por medio de la mortificación de su cuerpo. De modo que, en virtud de varios tratados entre la Corona y estos países, el Santo Oficio, pese a su proverbial intolerancia, hubo de hacer "la vista gorda" ante la presencia de estos mercaderes extranjeros (que algunos incluso habían tomado residencia en Sevilla o Cádiz); eso sí, siempre y cuando éstos no realizasen proselitismo, ni provocasen alborotos y altercados por estos mismos motivos. Como en otras ocasiones se ha señalado, resulta llamativo que, en segundo lugar y después de los judeoconversos insinceros, el grueso de procesados por la Inquisición en España fueron sobre todo (llamémosles) "criptoluteranos": Individuos religiosos que, en conciencia, veían en el protestantismo respuesta a sus dudas religiosas; por contra a la tradicional imagen de la quema de brujas - que también las hubo, pero mucho menos -, práctica en la que abundaron precisamente en los países de influencia luterana, se trasluce, como siempre, esa pátina de realismo desencantado ibérico en el hecho de que la mayoría de los procesados por el Santo Oficio en tierras de la Corona castellano-aragonesa tenían más bien la condición de "represaliados políticos": Como decimos, luteranos y judeoconversos, los unos por la complicada situación internacional y la propia situación de España, que se encontraba prácticamente en guerra declarada contra todas las naciones de su derredor; los otros por la siempre imperiosa necesidad de rellenar las arcas reales, para sufragar los costosos gastos de las mismas guerras... dicho con otras palabras, la de haberse alejado de la ortodoxia religiosa imperante no era más que la excusa ideológica para procesarlos e impregnar Tablada, o la plaza San Francisco (en la ciudad de Sevilla) del aroma a carne quemada, ya que la excusa materialista era muy otra.
Pero sigamos adelante con los capítulos finales de esta escueta (aunque enrevesada) semblanza del periplo vital de fray José/Abraham:
Siguiendo el consejo del capitán de navío inglés, fray José/Abraham se puso camino a Lisboa, con la esperanza de tomar barco que lo llevase hasta Londres o Amsterdam, y de allí a donde gustase. Si bien parece que llegó a la capital lusa, parece igualmente que debió arrepentirse por el camino - o que nadie quiso echarle cuenta y se vio sin apoyo alguno -, pues a poco se volvió para Sevilla, donde se presentó ante el rector del Colegio de San Laureano del barrio de los Humeros, confesando todas sus tropelías, y acogiéndose al la jurisdicción del Santo Tribunal.
Siendo retenido en el convento de la Merced, y emprendido el último proceso a que fue sometido, según cuentan, no cejó en hacer alarde de su profesión de fe mosáica, e incluso buscando activamente ser entregado a las llamas purificadoras. Llegó a tal punto de provocación que, cuando se le dio la sentencia para firmarla, se negó alegando ser sábado (sacralizado día de descanso, prescripto por la religión judía). Como es costumbre en estos casos de reos irredentos, el tribunal no cejó en enviarle, hasta prácticamente el día de celebración del auto de fe, numerosos teólogos, por ver si lo convencían antes del momento postrero; todo en vano, por cierto.
Finalmente, "viendo el tribunal la incorregibilidad de este reo, lo juzgó digno de ser degradado de todas sus órdenes, y ser entregado al brazo secular, para ser quemado vivo." Según parece, y viendo de toda forma inevitable ya su fin, fray José/Abraham se arrepintió de su conversión, e hizo llamar en un último momento a un par de sacerdotes, para ser confesado y se le diese comunión según los sacramentos de la religión católica.
De modo que a las seis de la madrugada del día 25 de juilo del año 1720, fue llevado fray José/Abraham con gran pompa y beato, rodeado de religiosos de varias compañías, hasta el cadalso situado en la plaza de San Francisco, donde fue compasivamente agarrotado y por fin quemado en la hoguera hasta las cenizas. Contaba para entonces con 32 años, y según narra el cronista: "Fue este día uno de los mayores que se han visto en la ciudad de Sevilla, no sólo por el concurso que acudió de más de doce leguas en contorno, sino por ser la causa jamás vista."
VALE
Por ello, damos a imprenta esta última parte de la "Nota Sobre el Santo Oficio o Santa Inquisición", donde desvelamos las vicisitudes de otro desgraciado procesado por el Santo Oficio, éste de final más dramático que en el caso de la anterior entrega.
2. El Pirata
Año de 1720: Se procesa a un tal fray José Díaz Pimienta, natural de la parroquia habanera de San Juan de los Santos; hijo de un hidalgo vizcaíno y una criolla, ambos cristianos viejos y de la nobleza, a la edad de 15 años es ingresado con el hábito de los hermanos mercedarios en un convento en Cartagena de Indias (Colombia, aunque por aquella época todavía se la conocía bajo la adscripción administrativa de "Virreinato de Nueva Granada"). Ya en los años de noviciado fray José hubo de hacer intento de escaparse al menos en tres ocasiones, por quedársele estrechas las paredes del convento; sin embargo, a la vuelta de la tercera escapada, tomó los hábitos, y le fue encomendada la compañía del así llamado "padre procurador general de la Redención".
No se piense aquí que con esta redención se referían a la de las almas pecadoras, no: antes bien, se refiere a la ocupación de "rescatador de cautivos", a la vieja usanza; entiéndase, (y mal que nos pese) nada de comandos de mercedarios asaltando la Île de la Tortue con nocturnidad, antes bien, era el encargado de liberar a cautivos por los numerosos piratas, corsarios y demás, ingleses, holandeses y franceses que pululaban por entre los mares de Europa y las Indias, acordando un precio por dichos rescates.
Es de suponer que fue en estas negociaciones cuando trabó contacto nuestro fray José con el mundo de la piratería por vez primera; y es de suponer también que aquel debió resultarle mucho más atractivo que la tediosa vida de clérigo, pues a poco que el padre redentor falleció, y habiéndosele concedido el cargo antedicho, no dudó en malversar una y otra vez los fondos de rescate, de modo que "en breve tiempo gastó la mayor parte del caudal de los cautivos en vicios y maldades" (sic). Sin embargo, enterado fray José de la llegada desde España de cierto vicario general, y temiendo las seguras consecuencias de una fiscalización de la caja, se decidió a saltar definitivamente el muro del convento, acompañado por seis mil pesos que "tomó prestados".
Aquí es donde comienza realmente el periplo de fray José; pronto se desplaza hasta Curaçao, isla del Caribe colonizada por holandeses y, sobre todo, refugio de numerosos judíos sefardíes que, habiendo sido expulsados primero de España y posteriormente de Portugal, hallaron en esta isla la célebre tolerancia religiosa de la que siempre han hecho alarde los holandeses. De hecho, Curaçao se precia de tener la sinagoga en activo más antigua del mundo. Así pues, en ésta fray José abjuró de su fe cristiana, y se convirtió a la ley de Moises, siendo circuncidado con todos los ritos preceptivos, y tomó el nombre de Abraham Díaz Pimienta. A partir de este momento da comienzo la carrera de aventurero y pirata, que debía ser más afin a su vocación natural que la de eclesiástico.
Por resumir las más llamativas, de entre las numerosas tribulaciones que pueblan el testimonio de su vida, al Coyote le gustaría señalar especialmente: la ocasión en que, asaltando un navío de la corona castellana, se le propinó tal alfanjazo en pecho y barriga que las asaduras se le desparramaron, y hubo él mismo de sujetárselas e incluso guardó la entereza suficiente como para malcoserse él mismo el enorme tajo. Sólo poco después fue apresado, y de una cuchillada le cortaron la nariz, dejándole sin duda un rostro no poco llamativo. En esta ocasión fue llevado a Cartagena, siendo allí mismo procesado por el Santo Oficio, y penitenciado con sambenito, condenado finalmente a destierro de aquel reino, y enviado a España, donde debía pasar el resto de sus días recluso en un convento de su antigua orden. En el navío que había de llevarlo, a lo que parece, fray José/Abraham no paró de insultar y blasfemar contra todo orden sagrado, hasta tal punto que los siempre supersticiosos marinos tentados estuvieron de lanzarlo por la borda, no fuese a despertar la justa ira divina.
Una vez en tierras ibéricas, aún tuvo ocasión de vivir un par de aventuras, como cuando se escapó de la prisión donde había sido encarcelado mientras le daban un destino definitivo, según cuentan "rompió la pared maestra" (Virgen Santa, ¿de qué estaba hecho este hombre?), dejando a los señores alguaciles una nota indicando que se daba a la fuga por causa del mal trato que allí había recibido. Poco después vuelve a saberse de él, puesto que le dio por presentarse en el convento de su orden (la Merced, como se recordará) que hay/había en Jerez de la Fra.; es de suponer que, en el tiempo que pasó entre su fuga y la vuelta al redil, lo gastó en zascandilerías propias de truhán, y que probablemente, viéndose sin un real, sin oficio ni benefició, al menos en el convento tendría sopas de coscorrones a diario.
Pero ahí no acaba todo, puesto que durante todo el tiempo, fray José/Abraham no sólo no dio muestras de arrepentimiento, sino que se dieron numerosas y testificadas ocasiones en que aseguraba que la ley de Moises era la verdadera. Tambien hubo veces en que aseguró que la crueldad del Santo Oficio era mayor que la de los piratas, que él tenía bien conocidos. Súmese esto a los numerosos intentos de pedir dineros a notables hombres de conocida ascendencia judeoconversa, documentados por las cartas que les envió (lo que, en la interpretación del nunca suficientemente loado don Julio Caro Baroja, era una forma de extorsión). Se asegura, incluso, que envió cartas, desestimadas por silencio, a S. M. solicitando el concurso de dinero y fuerzas para acometer la conquista de Curaçao, a la que parece empezó a guardar inquina, culpando a su conversión al judaísmo de todos sus males. Aunque a nuestro viejo Coyote más bien le parece que eso no era más que una forma de racionalizarlo, y que la actitud de fray José/Abraham durante todo el tiempo había sido más bien tendente a la autodestrucción, por no decir suicida (o sea, un aventurero)...
Esto dice el propio Fray José/Abraham en la posdata de la carta que envió al comisario de Jérez:
".. bien sé que he de morir quemado, y que he de ir preso, y me admira como no me han llevado ya al Tribunal para dar mil vidas en el fuego."
Esta actitud, claro está, provocó que fuese convocado un nuevo proceso en su contra; proceso que hubo de posponerse, pues fray José/Abraham, temiendo el resultado, huyó por enésima vez del convento, después de remitir la antedicha carta. En un primer momento buscó en Cádiz un barco inglés que lo llevase a Londres; el capitán a quien se lo solicitó, horrorizado por las consecuencias de ser descubierto en su barco, le aconsejó que se dirigiese mejor a Lisboa, donde seguramente le sería más fácil alcanzar su destino.
El Coyote nos obliga a injertar dos incisos:
Inciso Primero: sobre Cádiz como puerto de Indias, y puerta al mundo; este título, que poseyó anteriormente la ciudad de Sevilla, pasó a Cádiz después de que en la capital hispalense aconteciese la mayor epidemia de peste bubonica que haya sufrido la ciudad, allá por 1649. No es baladí, pues se cuenta que barrios enteros quedaron vacíos, diezmada la población casi en la mitad (aunque al Coyote le han llegado noticias mucho más exageradas y escalofriantes sobre la mortandad en la ciudad, de que casi alcanzó al 80% de la población); y, como anécdota necrófila, señalar que el insigne imaginero jiennense Martínez Montañés fue uno de los más conspicuos de entre las víctimas de la peste. Se entiende entonces, el que se declarase la cuarentena, y que los numerosos barcos provenientes de todos los rincones del planeta terminaran siendo desviados a Cadiz. Enarbolando su titulillo de Urbanista Psicogeográfico de pacotilla, el Coyote teoriza sobre el hecho de que la mayoría de edificios históricos más notables, eclesiásticos, civiles y palaciegos de Sevilla son del siglo XVII para atrás, mientras que en Cádiz (catedral incluida) los que mayormente destacan datan del siglo XVIII en adelante; se aprecia claramente en sus edificaciones en qué época se benefició con el tráfico de Ultramar cada una de las ciudades. Aunque, bien es cierto, la posición claramente más al descubierto de Cádiz ya la había expuesto al asalto de piratas y corsarios, al contrario que Sevilla, a resguardo en el acogedor y ancestralmente matriarcal valle del Guadalquivir.
Inciso Segundo (con que insiste el Coyote en aburrirnos): versa sobre la especial situación de los navíos ingleses y en general provenientes de países protestantes, en el comercio y trato con España. De cara a la política internacional, España siempre había estado en guerra con los países de influencia protestante; desde el punto de vista de la Inquisición, por supuesto, todo luterano era tratado como hereje, y merecía la redención de su espíritu por medio de la mortificación de su cuerpo. De modo que, en virtud de varios tratados entre la Corona y estos países, el Santo Oficio, pese a su proverbial intolerancia, hubo de hacer "la vista gorda" ante la presencia de estos mercaderes extranjeros (que algunos incluso habían tomado residencia en Sevilla o Cádiz); eso sí, siempre y cuando éstos no realizasen proselitismo, ni provocasen alborotos y altercados por estos mismos motivos. Como en otras ocasiones se ha señalado, resulta llamativo que, en segundo lugar y después de los judeoconversos insinceros, el grueso de procesados por la Inquisición en España fueron sobre todo (llamémosles) "criptoluteranos": Individuos religiosos que, en conciencia, veían en el protestantismo respuesta a sus dudas religiosas; por contra a la tradicional imagen de la quema de brujas - que también las hubo, pero mucho menos -, práctica en la que abundaron precisamente en los países de influencia luterana, se trasluce, como siempre, esa pátina de realismo desencantado ibérico en el hecho de que la mayoría de los procesados por el Santo Oficio en tierras de la Corona castellano-aragonesa tenían más bien la condición de "represaliados políticos": Como decimos, luteranos y judeoconversos, los unos por la complicada situación internacional y la propia situación de España, que se encontraba prácticamente en guerra declarada contra todas las naciones de su derredor; los otros por la siempre imperiosa necesidad de rellenar las arcas reales, para sufragar los costosos gastos de las mismas guerras... dicho con otras palabras, la de haberse alejado de la ortodoxia religiosa imperante no era más que la excusa ideológica para procesarlos e impregnar Tablada, o la plaza San Francisco (en la ciudad de Sevilla) del aroma a carne quemada, ya que la excusa materialista era muy otra.
Pero sigamos adelante con los capítulos finales de esta escueta (aunque enrevesada) semblanza del periplo vital de fray José/Abraham:
Siguiendo el consejo del capitán de navío inglés, fray José/Abraham se puso camino a Lisboa, con la esperanza de tomar barco que lo llevase hasta Londres o Amsterdam, y de allí a donde gustase. Si bien parece que llegó a la capital lusa, parece igualmente que debió arrepentirse por el camino - o que nadie quiso echarle cuenta y se vio sin apoyo alguno -, pues a poco se volvió para Sevilla, donde se presentó ante el rector del Colegio de San Laureano del barrio de los Humeros, confesando todas sus tropelías, y acogiéndose al la jurisdicción del Santo Tribunal.
Siendo retenido en el convento de la Merced, y emprendido el último proceso a que fue sometido, según cuentan, no cejó en hacer alarde de su profesión de fe mosáica, e incluso buscando activamente ser entregado a las llamas purificadoras. Llegó a tal punto de provocación que, cuando se le dio la sentencia para firmarla, se negó alegando ser sábado (sacralizado día de descanso, prescripto por la religión judía). Como es costumbre en estos casos de reos irredentos, el tribunal no cejó en enviarle, hasta prácticamente el día de celebración del auto de fe, numerosos teólogos, por ver si lo convencían antes del momento postrero; todo en vano, por cierto.
Finalmente, "viendo el tribunal la incorregibilidad de este reo, lo juzgó digno de ser degradado de todas sus órdenes, y ser entregado al brazo secular, para ser quemado vivo." Según parece, y viendo de toda forma inevitable ya su fin, fray José/Abraham se arrepintió de su conversión, e hizo llamar en un último momento a un par de sacerdotes, para ser confesado y se le diese comunión según los sacramentos de la religión católica.
De modo que a las seis de la madrugada del día 25 de juilo del año 1720, fue llevado fray José/Abraham con gran pompa y beato, rodeado de religiosos de varias compañías, hasta el cadalso situado en la plaza de San Francisco, donde fue compasivamente agarrotado y por fin quemado en la hoguera hasta las cenizas. Contaba para entonces con 32 años, y según narra el cronista: "Fue este día uno de los mayores que se han visto en la ciudad de Sevilla, no sólo por el concurso que acudió de más de doce leguas en contorno, sino por ser la causa jamás vista."
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