Como veníamos adelantando al final de la anterior entrada, la así conocida como Princesa de los Ursinos, Marie Anne de la Trémoille, en los primeros años de reinado de Felipe V de Borbón en España, se había ido convirtiendo de forma subrepticia en la “eminencia gris” del reino, controlando las voluntades del siempre cambiante soberano y de su jovencísima esposa y, por ende, de toda la nación. Pero hete aquí que el abate Julio Alberoni, sagaz y astuto como el zorro proverbial, se percató que para ganar el favor de Sus Católicas Majestades habría de ganarse primero el de la renombrada cortesana. Si bien ésta ya se encontraba en buena disposición con el abate, la ocasión llegaría con el fallecimiento relativamente prematuro de la joven reina, María Luisa de Saboya, en 1714.
Conocedor de que la Princesa de los Ursinos no dejaría escapar la ocasión para alcanzar aún más ascendencia sobre el rey, Alberoni agasajó a la Trémoille (que con su reconocido buen gusto en la mesa y en las artes ya se la tenía ganada), y le sugirió como posible sustituta de la reina difunta a Isabel de Farnesio, cuya familia ostentaba en aquellos momentos el título del ducado de Parma (a quienes, en primer lugar, debía obediencia Alberoni, por motivos patrióticos de nacimiento, se entiende); sin embargo, para conseguir que la Trémoille pasara por el aro, Alberoni pintó a esta Isabel de Farnesio como una muchacha influenciable y de voluntad débil, como más gustosa de aficiones domésticas y hogareñas (lo acostumbrado durante siglos en las mujeres de cierta clase: coser, bordar y rezar), antes que interesarse por asuntos de estado. El abate la describió como una muchacha feucha, regordeta y manejable, cosa que era lo que la ambiciosa Princesa de los Ursinos estaba deseando escuchar.
De modo que, según cuenta la tradición historiográfica, por intercesión de la Princesa de los Ursinos, Felipe V se avino a tomar a la susodicha como esposa; la recepción de ésta sería recordada en la Villa y Corte por mucho tiempo, pues demostraba la inteligencia e intriguismo que había aprendido el abate. Siendo la primera vez que ambas mujeres se encontraron frente a frente, la Princesa de los Ursinos no pudo evitar comportarse de un modo prepotente, dando por sentado que ésta nueva reina no era menos mangoneable que la anterior; se dice que, en primer lugar, apenas hizo reverencia a la nueva reina, pretextando no sé qué dolor de rodilla, y casi al instante, observando que, efectivamente, Isabel de Farnesio era muchacha rellenita, tomándola con toda confianza de la cintura, la hizo dar una vuelta, afirmando, más o menos lo siguiente:
“¡Cielos, señora, qué mal formada estáis! ¡Qué cintura tan gruesa!”
Y aunque cierta razón no le faltase a la cortesana, pues si observamos retratos de la reina consorte, se advierte una papada inexcusable y cierto grosor de su envoltura carnal; tampoco es menos cierto que, más que degradarla como una glotona engullidora de mantequillosos quesos parmesanos, con esos kilitos de más, pareciese más ganar una apostura de antigua matrona romana. Lo cual era bastante cercano a la realidad, pues sin querer presuponer un don natural de mando heredable para la sub-especie humana así llamada de sangre azul, esta Isabel de Farnesio debió ser una de esas personas a las cuales les sale de forma tan aparentemente natural dar órdenes que, recordando al bueno de Terry Prattchet, cuando te das cuenta, ya llevas un rato obedeciendo.
Isabel de Farnesio, reina consorte y esposa de Felipe V de Borbón,
con apostura de antigua matrona romana
con apostura de antigua matrona romana
La fría reacción de la nueva reina lo confirmó; haciendo presentarse al jefe de la guardia, ordenó en perfecto castellano, y sin dirigirle una mirada más a la Tremouille:
“Llevaos de aquí a esta loca que ha osado insultarme...”
Ese sería el final de la carrera cortesana de Marie Anne de la Tremouille en España, a la cual no le dio más lugar de llevarse una pequeña maleta como equipaje, y custodiada por cincuenta soldados, expulsada del país a su Francia natal inmediatamente. Con el extrañamiento de la Princesa de los Ursinos, Alberoni eliminó el último obstáculo que lo separaba de su cercanía con el rey.
Y es que el astuto abate, como dijimos, había pintado a la nueva reina tal y como la Tremouille hubiese gustado verla, y no como realmente era: una princesa educada en la gramática, la filosofía, la política, las artes y las ciencias más modernas en el momento: nada de la mojigata que se esperaba. Sólo digamos que Isabel de Farnesio reinó junto al insufrible Felipe V durante el resto de su larga vida (no olvidemos que, hasta el momento, el primero de los Borbones españoles ha sido el monarca que más años ha reinado en el país, alrededor de 45 años), y aún le sobrevivió unos cuantos lustros más; así, soportando sus cambios de humor, acompañándolo en sus momentos de mayor depresión, e incluso por intercesión de ésta fue que grandes músicos e intérpretes se trasladaron a el Palacio de la Granja, en Segovia, ese mini-versalles donde el castratti Farinelli interpretaba, entre otras, las partituras del maestro Scarlatti. Finalmente, de su progenie numerosa, obtuvo España a otro rey, Carlos III, así conocido por ser un brillante déspota ilustrado (si es que los términos brillante y déspota pueden ir juntos; aunque lo mismo vale decir para ilustrado y déspota, que si van juntos no es más que por convención). Se dice que ejerció plenamente como reina consorte, y sobre todo, como reina sustituta a la hora de toma de decisiones, siempre que su marido se encontraba en una de sus fases melancólicas; y aunque si bien por un lado se dice de ella que fue mujer distante y desapasionada con sus hijos, por otro bien es cierto que en gran parte, el motivo de tenerlos desatendidos fue precisamente por obrar las intrigas políticas con que conseguiría situarlos a todos en buenas posiciones. Si hubiese nacido hombre en aquella época, o directamente, la mentalidad imperante en su época hubiese sido otra menos misógina, otro gallo hubiese cantado, para mujer de tan decididos arrestos.
En cualquier caso, la buena gestión e intermediación de todo el asunto de las segundas nupcias del monarca por parte de Alberoni, le terminaron de granjear del todo el afecto real; eso, y que se había conseguido deshacer de su más directa rival, claro. De esta manera, con el favor de la nueva reina, le fueron concedidos sucesivamente el título de Grande de España, el cargo de consejero del rey y obispo de Málaga (aunque, como en muchos de estos casos, cabe que Alberoni no llegase nunca a pisar tierra malagueña) y poco después, por la presión de la corte en Roma, el papa le nombró cardenal.
No va a ser cuestión aquí de resumir todos los logros y hechos políticos, locales e internacionales, del cardenal Alberoni, porque como ya hemos dicho en más de una ocasión, no es la exhaustividad vocación de este blog que suscribe. De todas formas, sí es importante, para la continuación del relato, resaltar algunos de los manejes de este cardenal en cuestiones de política internacional (porque, a estas alturas, y después de tantos vericuetos y rodeos, más de uno se estará preguntando qué tiene todo esto que ver con la toma de cierto castillo de las Highlands escocesas; si es que queda alguien ahí, por supuesto). Como se dijo más atrás, el resultado de la Guerra de Sucesión de la corona española, que culminó con el Tratado de Utrech, dio lugar a la pérdida de la condición de España como potencia europea; así que gran parte de la labor a nivel internacional del consejero del rey fue encaminada a devolver a España dicho papel: infructuosamente se trató de recuperar las antiguas posesiones mediterráneas, como la Mallorca, perdida ante Inglaterra, o gran parte de Italia, que cayó en manos de los Habsburgo austriacos. Igualmente se ensayaron las conquistas de Cerdeña y Sicilia, como parte de este ambicioso plan, al que se opusieron el resto de potencias europeas (incluyendo al Papado, y a la Corona Francesa, que en esta ocasión no sólo se negó a apoyar a España, sino que formó parte de la que dio en llamarse Cuádruple Alianza).
También habíamos comentado anteriormente la situación dinástica que se vivía en Gran Bretaña, siendo el caso que Felipe V, meapilas hasta el hartazgo, nunca se avino a reconocer a la nueva dinastía, los Orange, de confesión protestante; de hecho, para oprobio de Guillermo III de Orange, ante la muerte en el exilio de Jacobo II Estuardo, el viejo pretendiente, el monarca español reconoció como rey de Inglaterra y de Escocia al hijo de Jacobo, de mismo nombre, que mantuvo las pretensiones de su padre, igualmente desde el exilio. Pero, como decimos, era plato de buen gusto para el rey español la vuelta de un monarca católico a los tronos de Inglaterra y Escocia, y más aún si éste era aupado al trono con ayuda española.
De modo que a Alberoni se le vino en mentes un plan arriesgado, pero que, de haber triunfado, habría cambiado la faz de Europa, quizá, para siempre.
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