miércoles, 5 de mayo de 2010

Bajo el Monte de Venus (III)

El Ocaso de los Dioses

D
ecían algunos que el célebre caballero y poeta escasamente conocido como Tannhäuser accedió al reino carnal de la diosa citerea desde las grutas de Hörselberg, en el distrito de Turingia. Cierto es que fue en aquel monte horadado por profundas grutas y cuevas donde, durante siglos y según se afirma, se había rendido culto a una diosa matriarcal bajo el germano nombre de Hölde o Helda (esposa del dios tuerto, Wodan u Odín), e incluso había llevado a más de uno durante los largos años de imposición paulatina del cristianismo en la zona a darle a aquella cueva el infausto nombre de Satansstätte, más o menos traducible como “el sitio de Satán” - como siempre, las figuras mitológicas con cuernos pueden ser fácilmente confundidas, sobre todo para aquellas mentalidades que consideran diabólica cualquier divinización de ciertas funciones corporales (cuando no, directamente, niegan la existencia de necesidades ineludibles y, valga resaltar, trastocan el valor vital de los placeres que conllevan). Si realmente en Hörselberg existe o existió un acceso físico al Monte de Venus, cabría la posibilidad no de que el Diablo se diese sus paseos por la montaña, sino que quizá podría haber sido confundido con algún despistado sátiro o fauno, servidores de la diosa nacida de la espuma y conocidas criaturas de sexualidad exacerbada.


En todo caso, y como hemos resaltado en otras ocasiones, siempre será más fácil dar con espíritus tentadores y/o corruptores en las sacristías y diaconías, allí donde con más ahinco se reprimen ciertas necesidades e instintos de índole física y corporal.

(Por otro lado, el Primer Caído ya tiene su propia montaña, conocida como Diuvelsberg, donde se afirma tradicionalmente que habitó el célebre Kyrië, rey entre los gnomos. Eso sin contar con que en tierras centroeuropeas puede darse con facilidad con uno de los avatares del Adversario más conocido a nivel literario: que no es otro que el célebre Mefistófeles, único entre los ángeles rebeldes, pues sólo a él se ha permitido estar frente a la Presencia (cosa totalmente prohibida al resto de los ángeles que fueron expulsados inicialmente de Su lado), e incluso el muy sinvergüenza se da el lujo de hacer apuestas con Dios de vez en cuando, jugándose la salvación eterna de algún mortal (podemos señalar entre los más célebres al paciente Job y al iniciado Fausto, por supuesto). Claro que en el basto erial espiritual en que se ha ido convirtiendo el paisaje mental inter-subjetivo, debido entre otras cosas a la imperante razón técnica que fuerza al exilio a todo aquello que no puede ser concebido por su lógica, cantidad de seres y entidades han tenido que hacer malabares conceptuales, para poder pervivir – en el caso de Mefisto, éste ha sabido sobrevivirse en gran parte gracias a su aparición en esa forma de narrativa gráfica (y pseudo-mítica) conocida como cómics de superhéroes, e incluso ha sido encarnado por Peter Fonda en una fílmica y no muy afortunada ocasión.)

Mefistófeles sobrevolando
la ciudad de Wittenberg (obra de Delacroix)
...

Ya a las alturas del siglo XIV, que es cuando se supone fue redactado el Codex Manesse (primer escrito donde es citado el ministril Tannhäuser), el empuje de las creencias cristianas, así como el peso de la lógica racional, dio lugar a que esa gran cantidad de espíritus locales y divinidades paganas buscasen refugio bajo numerosas montañas, montículos y demás accidentes topográficos (incluyéndose aquí grutas, fuentes, arroyos y todo tipo de paisajes naturales apartados de la civilización humana) – al modo que habían estado haciendo hadas, kobolds, duendes y otras criaturas elementales tradicionalmente, y cuyos hogares habían dado en llamarse genéricamente las Grottenschrate. No debió ser para menos, entre otras cosas, porque aquél que no alcanzase manera de sobrevivir en el siempre cambiante y dinámico subconsciente colectivo, iba a ser arrastrado por esa nada abismática que es la creencia judeocristiana, y desaparecer en esas honduras transcendentales – bien por ser absorbidos por el imperante arquetipo del Dios Padre (caso del desaparecido Zeus); o bien por pasar a formar parte de ese progromo de las creencias en que se convirtió la implantación del cristianismo en occidente, donde toda figura pagana, si no era el caso anterior, pasaba a ser condenada directamente a formar parte del grueso de las filas infernales – véanse sino los casos de Baal/Belcebú o de Astarté/Astaroth, dioses orientales de épocas previas al establecimiento del aburrido monoteísmo judeocristiano que, bien que desfigurados y alterados por la mala prensa cristiana, son parte reconocida de la jerarquía infernal.

El caballero-poeta Tannhäuser,
tal como aparece en el Codex Manesse,
ataviado con los ropajes de la Orden Teutónica a la que perteneció

Que la pervivencia de los dioses – pero no sólo, por supuesto, pues pudiéramos perfectamente estar hablando aquí de ideas, teorías e incluso de sueños – depende en gran medida, si no absolutamente, de la intensidad con que pueda creerse en ellos, sobre esto el viejo Coyote no osa ponerlo en duda; que en el único sitio donde es indiscutible que existan los dioses es en nuestras mentes, en las grutas de nuestro subconsciente; ahí reside toda su miseria y todo su poder.

Que los dioses, como las creencias en general, para sobrevivir, deben aprender a adaptarse a los cambios temporales e históricos; y, de hecho, una gran parte de los mitos que han sobrevivido hasta nuestros días no ha sido más que un intento por parte de la mentalidad arcaica de acomodar los nuevos acontecimientos y cambios históricos que sobrevenían al corpus mitológico tradicional – es decir, que todas las vicisitudes, fuesen estos del tipo que fuesen, tenían su razón de ser mitológico-religiosa: para la mentalidad arcaica, las desgracias (epidemias, guerras, caída de una dinastía reinante, etc.) no ponían en duda la existencia de los dioses, sino que era explicado dentro de su paradigma mítico. Cosa que no ocurre desde la implantación del cristianismo, con su manía de la creencia única y a la hoguera con el que diga lo contrario: es decir, que si excavando aparecen restos fósiles, o si alguien propone una teoría biológica coherente y con sentido común sobre la evolución de las especies, eso puede poner en duda el “creíble” relato mítico de la creación judeocristiana. De hecho, largamente discutida en Europa ha sido la irresoluta cuestión y debate de la relación entre fe y razón (como si fuesen excluyentes); pero ése, amigos, es un signo de la mentalidad occidental y del desequilibrio que la caracteriza.

Veamos un par de casos singulares sobre la muerte o supervivencia de los dioses antiguos:

1) La muerte del dios Pan.

Conocido es el relato de la muerte del lascivo dios de los pastores, hijo del avispado Hermes, relatado entre otros por el escritor profesional Plutarco. Cuenta éste en su De Defectu Oraculorum que yendo cierto piloto greco-egipcio que navegaba por entre las islas griegas, a su paso por la isla de Pixa, escuchó una voz ultraterrena, que le indicó que al pasar por Palodes anunciase que "el gran dios Pan ha muerto", cosa que hizo a grito pelado, cuando la proa de su nave cortaba el agua de las inmediaciones de la isla. Como reacción, de las orillas surgieron multitud de voces misteriosas, lamentándose y gimiendo (se entiende esto como que los otros dioses y seres féericos descubrieron por vez primera que ellos, también, podían perecer). Esto llevó a Plutarco y otros pensadores greco-romanos a especular si los dioses, realmente, no eran inmortales, sino que más bien lo que ocurría es que tenían una vida más larga que los hombres, simplemente; para los intelectuales de la época clásica, debió presentarse como mínimo llamativo la paulatina decadencia de los oráculos - cuya importancia, siglos atrás, había sido vital para la supervivencia del mundo arcaico griego, y sin cuyo consejo no se consideraba tomar ninguna decisión importante -, debido, como hemos repetido en más de una ocasión, a la aparición en Grecia del pensamiento especulativo y racional que trajo el parto de la filosofía (junto con la aparición del cristianismo en el protectorado romano de Galilea).

Y no poco tuvieron que ver en esto los más importantes padres del pensamiento racional occidental: Platón y Aristóteles, entre otros. El mismo Platón, en su Carta VII, critica con dureza la falsa amistad y camaradería que surgía entre las gentes del vulgo que habían participado en los misterios de Eleusis, pues, según decía, esa amistad no se fundaba en el conocimiento cierto de las ideas de Bien y Verdad. El ancestral mundo mítico-arcaico había comenzado a desaparecer con la llegada de una nueva forma de interpretar el mundo: la racional. Con el pensamiento racional, los objetos ya no se interpretan como una mera señal a otra realidad, superior y sagrada, sino que se consideran por sí mismos. Esta paulatina de-sacralización o desencantamiento del mundo, proveniente de la nueva mentalidad racional, tiene una de sus culminaciones en la transformación total de la visión del mundo con las aportaciones de Galileo, Kepler y otros. Ya con posterioridad, Teofrasto (discípulo de Aristóteles y director de su Liceo) y otros interpretaron las actitudes y formas de vida paganas como un largo listado de meras supersticiones.

Pero ya, desde Platón y seguramente desde su maestro Sócrates, la poesía como vehículo de transmisión oral de la sabiduría tradicional y mítica estaba sufriendo una serie de ataques que la fueron desgastando; no en vano, en su perfecto sistema político, la República, el filósofo de anchas espaldas había decidido que ni un poeta cruzase sus puertas (o todo lo más, lo apalizaran y le robasen la ropa). Y a partir de Platón, el mito sólo sirve como mero recurso literario para expresar verdades filosóficas; la religión pasa con el nacimiento de la filosofía a convertirse en superstición, o todo lo más en una forma anticuada y desvaída de transmisión de verdades.

Dejamos para la próxima y última entrega el segundo ejemplo de cómo estos seres feéricos del mundo antiguo han alcanzando a sobrevivir en épocas modernas, y los malabares conceptuales que hubieron de hacer para conseguirlo, así como un detallado relato de lo que aconteció a Tannhäuser durante su agradable estancia en Venusberg.

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